Aunque cuenta con un ingente reconocimiento popular, el oficio del deportista siempre ha estado bajo sospecha. Se suele subestimar su valía, amparada en ocasiones con el desprecio intelectual, cuando no es la pérfida envidia. O qué entusiasta hincha futbolero no ha lidiado alguna vez con el aforismo «veintidós millonarios corriendo detrás de un balón». Leo los horarios y entrenamientos diarios de Mireia Belmonte y me asusto, entregada ella a una férrea disciplina de ejercicio físico de lunes a domingo, desde las seis de la mañana. El deportista es mucho más que lo que desprende el foco del futbolista rutilante, minoritario y poco veraz. La dedicación es absoluta desde que deciden fiarlo todo a la vocación de la infancia. Esfuerzo, constancia y sacrificio sin visibilidad por su pasión, concentrado en un solo instante, en una sola competición, donde el éxito y el fracaso -que en su caso mide el apoyo económico- depende de un ejercicio, una prueba. Hay mucho mérito en su digno trabajo. El aplauso al deportista, más que de admiración, es de justicia.