Me prometí a mí mismo no volver a hacer quinielas sobre los Oscar (cuyas nominaciones se dieron a conocer la semana pasada). Me he equivocado tantas veces que apostar ha perdido su sentido. No obstante, pasar las horas en vela a las tantas de la madrugada sólo o acompañado con mí lista de premiados en la mano me ha enseñado un par de cosas. Lo primero, que los Oscars no son tanto un premio a la calidad de una película sino un empuje fundamental para su carrera comercial. Hay excepciones, claro, pero no suelen ser habituales. De hecho, sólo así se puede explicar que Titanic o El señor de los anillos-El retorno del rey se llevaran a casa once estatuillas cada una. Pero los Oscars no sólo pretenden impulsar determinados largometrajes sino que, además, entre sus objetivos fundamentales está perpetuar determinado tipo de cine espectáculo muy propio de Hollywood donde Titanic y El señor de los anillos encajaban muy bien.

En segundo lugar el hecho, por otro lado evidente, de que los Oscars son, ante todo, un espectáculo. Y no un espectáculo cualquiera, sino un espectáculo televisivo. Todos sabemos que a los americanos se les podrá acusar de muchas cosas pero no de no saber montar un buen show. Da igual que se trate de un jarabe para la tos o de un trozo de carne a la parrilla con pan y sésamo porque si hay que montar un festival ellos lo harán mejor que nadie.

Por esta razón, entre los comentarios habituales después de la entrega de los premios está, inmediatamente después de los modelitos de la alfombra roja, si la gala fue entretenida o no, si su presentador echó mano de los chascarrillos en los momentos adecuados o si se pasó de la raya haciendo chistes sobre el escote de Scarlett Johansson. El año pasado, Seth McFarlane sonrojó a más de un académico de modo que este año se ha optado por una presencia mucho más comedida o por lo menos, 'controlable', la popular presentadora Ellen Degeneres.

Debido a todo esto y a su naturaleza de espectáculo televisivo, los Oscar han puesto en marcha diferentes iniciativas con vistas a hacer la gala más atractiva por televisión. Se han limitado al mínimo los números musicales, se ha monitorizado hasta el último segundo para no alcanzar, caiga quien caiga, las cuatro horas de emisión y últimamente se están nominando hasta nueve largometrajes en la categoría de Mejor Película.

La idea es que a más candidatas al principal galardón, más audiencia generará, y esto sin detenerse en lo estúpido que puede resultar nominar a Mejor Película un largometraje que sólo tiene otras tres o cuatro nominaciones en apartados secundarios. Como si tuviera alguna oportunidad.

Esto fue lo que pasó en 2009 (cuando se probó por primera vez esta técnica) con Distrit 9.

De este modo, entenderán que quien se lleve o se deje de llevar el Oscar es, a veces, lo menos importante. Ya casi nadie se acuerda de El discurso del Rey (Oscar a la mejor película en 2011), Crash (2006), Shakespeare in Love (1999) o Paseando a Miss Daisy (1990).

Premios fútiles, esclavos de un sistema de merchandising ajeno al engranaje creativo de un autor que a veces puede ver recompensada su creatividad y su esfuerzo con una estatuilla dorada que, según reza la leyenda, se parecía a un tal Oscar, tío de Margaret Herrick, una humilde secretaria de la Academia de Hollywood.