La reciente concesión del Balón de Oro a Cristiano Ronaldo ha mostrado, una vez más, las verdaderas pulsiones del catalanismo. Se equivoca quien crea que la tabarra catalana es una cuestión política.

Estamos ante una patología que debería ser estudiada por alguna ciencia de ´fusión´, una suerte de socio-psiquiatría. El origen es el romanticismo alemán y su idea del volkgeist, el alma del pueblo. El catalanismo creyó, desde sus inicios, en un volkgeist catalán, un pueblo superior que, como el germánico, se vio reiteradamente frustrado por una historia injusta y unos vecinos miserables. En su caso, unos atrasados hidalgos mesetarios que habían creado una civilización universal, en tanto ellos, industriosos y creativos, no habían pasado de inventar el pan con tomate que, encima, les habían llevado allí los murcianos.

Esa nostalgia de una ficción, propia de todos los nacional-fascismos, se canalizó durante cien años en el FC Barcelona, su armada simbólica. Sólo faltaba que en 2013 le dieran el Balón de Oro a un portugués ´al servicio de Castilla´. Tenían que estallar. No bastaban sus cuatro trofeos seguidos. La envidia no se sacia nunca. Y así, el nacionalismo barcelonista ha sido un clam, convirtiendo esta anécdota en metáfora del proceso independentista al completo, la tiña que se les sube a los ojos ante eso que llaman España: la sombra que siempre les impidió la gloria, la prisión imaginaria que no les dejó llegar a ser la Catalunya gran, la nación llamada a dominar el mundo con su salchichón de Vic. Que antes era Vich.