En 1953, cuando internet no formaba parte ni de la ciencia ficción, el profesor Isaiah Berlin dividió a los pensadores en dos categorías: el erizo y el zorro: «El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe la más importante». Los escritores erizo, argumentó Berlin, ven el mundo a través del prisma de una sola idea primordial, mientras que los zorros dan tumbos de aquí para allá, recogiendo la inspiración de la más amplia variedad de experiencias y de fuentes. Marx, Nietzsche y Platón fueron erizos; Aristóteles, Shakespeare y el propio Berlin fueron zorros. Hoy, en medio de esa fiesta abundante de la información ubicua, sin límites y sin control, que es internet, todos pertenecemos a la última especie. Sólo que somos un eslabón de la cadena algo errático que, por regla general, busca el conocimiento en los asuntos más banales de un nuevo Mundo Feliz a nuestra disposición.

Por eso cuando hablo de falta de control no me estoy refiriendo a la ausencia de vigilancia. Al contrario. La digitalización ha terminado por abrir más de un interrogante sobre los riesgos que aguardan en un ciberespacio sujeto al ruido constante de las tormentas de mierda y, como recordaba no hace todavía mucho en un artículo en El País Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid, expuesto «a un escrutinio anónimo» que convierte la red en una curiosa jungla con barrotes. Los gobiernos del mundo han sabido moverse por ella hasta el punto de tenernos en el punto de mira con la excusa de garantizar una supuesta seguridad, como se ha descubierto últimamente tras las revelaciones de Edward Snowden.

El Gran Hermano nos vigila y, al mismo tiempo, hemos aprendido los unos a meter las narices en las vidas y los asuntos de los otros. Empezamos a comprender las consecuencias de ofrecer inconscientemente información personal cada vez que nos aventuramos en los buscadores y alguien nos pide un protocolo de acceso para esto y lo de más allá. Muchos de esos datos son vendidos posteriormente por esos mismos buscadores y se pueden volver en nuestra contra. Cualquiera se entretiene en adulterar la realidad aportando información errónea, a veces calculadamente errónea, en los llamados datos para todos. Wikipedia es un buen ejemplo de ello.

Pisar con cautela cada vez que uno se adentra en la jungla de internet es aprender a moverse por un terreno que no siempre resulta amigable y el que puede aguardar más de una sorpresa. Conviene ser precavidos. ¿Sabe cuánta información personal sobre usted hay circulando por la internet? ¿Lee las condiciones de uso de las páginas en las que ingresa? ¿Cómo paga sus compras en la red? Todas ellas son preguntas pertinentes. Tomo prestadas del Parlamento europeo diez normas para circular: 1) No es necesario dar toda la información que le sugieren las páginas a la hora de darse de alta en sus sistemas. 2) Asegúrese de que sólo permite a las webs que visita recopilar información suya en forma de cookies. 3) No utilice las mismas contraseñas siempre y cambie con cierta regularidad su nombre de usuario. 4) Aplique cierto sentido común y no comparta todo. 5) Las redes sociales son una mina de oro para los que recopilan información por la web. Adopte la configuración de privacidad máxima. 6) Mantenga el logo en una página, cuando la abandona es como dejar el coche abierto. Cierre la sesión antes de continuar navegando. 7) Si utiliza una red wifi, procure tener una buena contraseña para que nadie pueda acceder a su sistema. 8) Puede tener mucho cuidado con lo que hace por la red, pero ¿qué pasa con quienes están viendo su información? Debe conocer la seguridad que le ofrece la propia página y confiar en sus sistemas de seguridad. 9) En la compra online, procure tener poco dinero en la cuenta que utilice, así si alguien se hace con las claves, el daño será menor. 10) Asegúrese de lo que está aceptando en todo momento. Es decir, lea la letra pequeña.

En fin, no se fíe de los cantos de sirena. Sea un zorro astuto.