Escribo el día anterior a Todos los Santos, la primera de las dos fechas consecutivas del año que la Iglesia católica dedicaba ¿sigue haciéndolo aún? al recuerdo de los muertos. En mi infancia, las familias de clase media aprovechaban esta festividad para trocar sus vestimentas de verano por las de invierno. Si el año había ido bien, las prendas eran de estreno; si no, se recuperaban las del año anterior de los armarios donde habían estado convenientemente protegidas de las voraces polillas por unas pastillas de color blanco y penetrante olor que seguramente eran cancerígenas, como casi todo lo que se usaba entonces. Subrayo el dato este año en que todos nos hemos sentido agobiados por la persistencia del calor, porque nos dice que, en esta zona del mundo, el verano, de siempre, aunque cada año nos hagamos de nuevas, se prolonga hasta estas fechas e incluso más allá. Alguno de aquellos años recuerdo haber vuelto del paseo por el cementerio con mi flamante ropa de invierno totalmente sudada.

Hasta aquí la crónica nostálgica y costumbrista de unos tiempos en los que nadie sabía qué significaba Halloween. Lo que quiero, precisamente en estas fechas, es hablar de un tipo especial de muertos, los que murieron asesinados. Varios hechos recientes contribuyen a constatar que no todos los asesinados son iguales, que hay víctimas de primera y de segunda. A principios de octubre, la Iglesia católica beatificó, en un acto que contó con la asistencia, en primera fila, de destacados representantes del Gobierno central y del de la Generalitat catalana, hermanados, por una vez, pese a su aparentemente duro enfrentamiento derivado de sus nacionalismos enfrentados, por su actitud genuflexa frente a la jerarquía católica, a otras 522 víctimas de la represión antirreligiosa desatada en territorio republicano los meses inmediatos al alzamiento fascista. En total, desde 1987, han elevado a los altares a 1001 asesinados.

Pocos días después se demostró que no tienen razón quienes tildan a Rajoy de mentiroso compulsivo por incumplir sistemáticamente sus promesas electorales de hace dos años. La presentación de los presupuestos de 2014 en el Congreso demostró que al menos ha cumplido uno: prometió que no daría un céntimo para el desarrollo de la Ley de la Memoria Histórica y, en solo dos años, ha condenado a morir, dejándola sin dotación, a esta tímida ley. Tan radical contraste en el trato a asesinados de la misma época, setenta años después de los hechos, ha llevado al exfiscal Jiménez Villarejo a escribir: «Es especialmente hiriente [esta] ofensa (?) a las 130.199 víctimas mortales de la represión franquista y a sus familiares (?) y a los familiares de los 114.266 desaparecidos que permanecen en más de 1.000 fosas comunes aún por investigar».

¿Y quién está tras esta ofensa a la que se refiere Villarejo? Recordemos que los ataques más feroces contra la ahora fenecida ley provinieron de la jerarquía eclesiástica. Por eso, cuando caemos en la cuenta de que los únicos otros dos compromisos electorales que este Gobierno va a cumplir son la eliminación, Wert mediante, de Educación de la Ciudadanía, sustituida, como materia evaluable, por Religión, y la eliminación, ahora Gallardón mediante, del derecho al aborto, exigencias clericales ambas que agitaron las calles durante los Gobiernos de Zapatero, la conclusión es desoladora: que la cerril intransigencia frente a una ley que trataba de cerrar tan añejas heridas sale de los cubiles habitados por estos ensotanados con ribetes, anacrónicos hijos de los Segura y los Gomá que calificaron de 'cruzada' la matanza que, puesta en marcha por Franco en 1936, se prolongó durante cuarenta años.

Otro hecho muy reciente, la derogación, por parte del tribunal de Estrasburgo de la 'doctrina Parot', que ya ha puesto en la calle, o amenaza con ponerlos de aquí a poco, a algunos de los etarras más sanguinarios y a numerosos asesinos comunes, como al único violador convicto de las niñas de Alcásser, demuestra la doble vara de medir que algunos tienen. Aunque dicha doctrina fuera una muestra de improvisación chapucera, a mí me duele que tipos que no han mostrado arrepentimiento alguno salgan a la calle y sean recibidos como héroes por gente tan enferma como ellos. Por eso, puedo suscribir palabras como estas de la ultraderechista Isabel San Sebastián: «Siento una rabia creciente (?) porque desde el poder político y judicial nos prometieron justicia y nos hacen comulgar con las ruedas de molino de la impunidad y la claudicación». Entonces, ¿por qué ella, y aquellos a los que así arengaba, no pueden entender la rabia de quienes tienen aún, más de setenta años después, a sus deudos en cunetas y fosas comunes?