Quien tanto pintó el sol de Lorca penetrando en el latido de sus calles, ardiendo en los secanos punteados por viejos olivos, subiendo por la empinada geografía de esta antigua y hermosa ciudad, resbalando por la huerta sedienta como agua que llevara de la paleta a sus pinceles; quien traía nuestro paisaje de niños a nuestros ojos emocionados y caudalosos, quien reflejaba la verdad de la luz en su pluma ligera, suelta, sugerente e inefable, como lo es cuando se pinta con el alma la destreza. Él, Francisco Salinas Correas, toda una vida devolviendo la luz que procedía de su mirada o, mejor aún, de su retina, acaba de recibir el Premio Elio 2013 de manos de la prestigiosa Asociación de Amigos de la Cultura de Lorca.

Fue Rafael Alberti, en su libro A la pintura (algunos recordarán que leyó en Lorca, y en el año 1990, un poema del genial tratado poético), quien en un soneto A la retina le llama «profundo espejo», «torre del homenaje de la vida», «niña de luz», «pintor de los pintores», «fuente inmortal de la Pintura». Pero no todas las personas tenemos la misma formación en ese profundo espejo para percibir, recordar y descubrir en las obras de arte, los objetos, la naturaleza, la vida. Ni los colores de una paleta son recibidos y desposados de una misma manera por los pintores, ni el dibujo es el mismo para todos, ni tan siquiera la luz. Pero en Salinas-Correas se produce una información de esa semiótica de lo inefable que es la recomposición deconstruida del recuerdo sobre el asunto pintado, del dibujo, que, aunque veraz, emana de la memoria poética de esa retina, de la pasión del pintor por contenerse en la emoción del asunto dibujado y ofertarnos al intertexto lector la emoción idealizada mediante su hipertexto artístico.

No era cualquier luz en el papel, en el cartón, en el pergamino o en el lienzo, sino la luz de Lorca, la que asciende en la mañana desde San Cristóbal al Negrito, desde San Patricio a La Cava, desde San Juan a Nogalte, desde el secano al mar. Es la luz de la tarde en verano y la del otoño romántico, desde las Alamedas hasta el Cañico, desde los huertos a la Peña Rubia. Si se aprecia en sus óleos no es menos cierto que ocurre también en la maestría de sus dibujos donde no hay una línea que se desdibuje, que se escape de la luz, sino que se proyecta en una maestría sobre la cosa objeto desde una exquisita operación espacial y temporal. Y para que eso ocurra, para que no coexista lo estático reflejado con lo sugerente y emocionante es necesaria una manera de complicidad que explique la luz. Esta es la dificultad y este es el patrimonio de su trabajo.

Nuestro pintor entendió el arte desde la totalidad de una memoria viso-lectora con la intensidad, con la nostalgia, tan fresca como cuando las cosas fueron vistas por primera vez, cuando nos sobresaltaron y dejaron un recuerdo infinito en una ciudad monumento de civilizaciones mestizas, de convivencia, la de la cultura depositada también por Paco Salinas en pliegos y estandartes, en bordados y escudos bicéfalos, en el cómplice horizonte del atardecer de sus obras. Y él emerge del arte con la luz, y con la más hermosa de todas las luces, la del misterio cromático de los arreboles. Y coloreó el crepúsculo en óleos y en tinta. Y supimos desde entonces que el pintor no era sólo un pintor más, porque ya era el notario cromático de la vivacidad visiva, el virtuoso fedatario de la imagen de una luz diversa, de esta luz del Sol, la luz de Lorca.

Pero el pintor lorquino cambia los elementos para dignificar la estructura pintada, para mejorar, si es que aún se pudiera; y él puede, y lo hace afirmando operativamente el concepto visual, ofertando en su trama y en su plan y en sus planos lo heredado por el tiempo: lo que Lorca proporcionaba incluso antes de que fuese deteriorada en su contexto, en algunos de sus rincones, paisajes, arquitecturas monumentales o estructuras panorámicas. Porque no hace fotografía, sino que deshabita los estragos impertinentes del necio urbanismo que, en ocasiones, pudiera deteriorar al motivo, y así nos reconcilia con lo que nuestra memoria visual permanece, precisamente porque forma parte de nuestras señas de identidad, de nuestra inteligencia emocional.

Esa es su obra, la del puro hueso, la que queda después de reconstruirse en el soporte, la que forma parte de una cultura sempiterna, la de Lorca, la que confirma su existencia con el paso del tiempo.

Es justo felicitar a la Asociación de Amigos de la Cultura que buscó, encontró y puso en pie, hace ya años, este premio, representado por la figura de El Negrito (hermosa y feliz idea). Y felicitar a Paco Salinas por ser un extraordinario artista que sigue trabajando en lo que siempre hizo: darnos la Lorca monumental a través de su retina y de su fulgurante sensibilidad desde el cálido amanecer y los deslumbradores azules del día hasta los idealizados y románticos crepúsculos.