Hace unos días nos llegaba de Estados Unidos la noticia de la compra de una de las cabeceras más prestigiosas de aquel país, The Washington Post, por Jeff Bezos, dueño del gigante de la distribución de libros por Internet Amazon.

La noticia suscitó en muchos una nada crítica admiración por la cantidad pagada por el periódico ­-250 millones de dólares­- y el hecho de que al menos se garantizara así su a supervivencia.

Poco antes se informaba en Alemania de la decisión del grupo Springer -el editor del diario sensacionalista Bild y del más serio Die Welt- de desprenderse de algunas cabeceras regionales y aumentar su apuesta digital, que pasa ya por otros servicios que nada tienen que ver en principio con el periodismo, como las ofertas de trabajo o el sector inmobiliario.

Son fenómenos que plantean interrogantes, al menos a quienes hemos creído y seguimos creyendo en la función de control y crítica que corresponde al buen periodismo, esencial para el funcionamiento de la democracia.

Los potenciales peligros se entienden mejor si atendemos a las advertencias que hacía Evgueni Morozov, uno de los críticos más lúcidos del mundo digital, en un artículo publicado recientemente en el diario alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung.

Para Morozov no debe sorprendernos lo revelado por Edward Snowden sobre el espionaje global a que se dedica Estados Unidos con ayuda de empresas privadas como Google o Facebook ya que, en sus palabras, «el consumo y el control dominan el mundo moderno». Y lo más significativo es la inconsciencia de los ciudadanos, que no dudan en proporcionar de modo voluntario todo tipo de datos sobre sus personas, que tan hábilmente aprovechan luego las empresas.

Gracias a aplicaciones cada vez más sofisticados y hasta en principio ridículas, entre los que Mozorov cita un «tenedor inteligente», que mediante un sensor le enseña a uno a comer más despacio, mejorar la digesgtión y perder así peso, el individuo va dejando un rastro cada vez más cabal de sí mismo, que aprovecha el voraz mundo de la publicidad.

Cada vez se inventan más aplicaciones de ese tipo que permiten comercializarlo todo, incluido nuestro propio cuerpo.

Y en medio de ese proceso, los medios de comunicación podrían convertirse, en el peor de los casos, en una añagaza para atraer a todo tipo de consumidores a los que vender luego productos, informativos o no -se trata en todos los casos de mercancías- perfectamente ajustados a sus gustos o aficiones, que aquéllos conocerán incluso mejor que los propios individuos.

Uno puede fácilmente imaginarse un mundo en el que se regalase el dispositivo de lectura o una subscripción -o al menos rebaje su coste- a aquellos ciudadanos dispuestos a revelar toda la información que se les requiriese sobre sus personas, información que los propios medios podrían comercializar después.

Así nos encontramos con el ciudadano de cristal, ése que tanto temor despertaba antes, pero al que el poder político y la publicidad comercial nos van poco a poco acostumbrando sin que opongamos ningún tipo de resistencia.