No lo pueden evitar. Acostumbrados como están a las homilías de los domingos y fiestas de guardar, a las mesas petitorias con pegatina en la solapa, a las huchas con cabeza de negrito y a ganarse el cielo con la limosna hipócrita, lo confunden todo. Confunden solidaridad con beneficencia, derechos sociales con caridad cristiana y donaciones solidarias con desgravación fiscal. No entienden el significado del término igualdad, porque nunca se considerarán iguales al resto y por eso no entienden que determinados derechos sean universales, porque su universo es otro.

No les entra en la cabeza que los servicios públicos, por definición, no tienen por qué ser rentables, ya que su función no es la de generar riqueza, sino garantizar que cualquier ciudadano pueda acceder a ellos con independencia de su situación social o económica. Acostumbrados a que su dinero les abra cualquier puerta y al 'tanto tienes, tanto vales' se niegan a aceptar que quien no tenga pueda equipararse a ellos, que sí tienen y pueden permitírselo.

No conciben que la sanidad o la educación pública puedan ser de calidad y al mismo tiempo gratuitas, porque para ellos la calidad se paga con dinero. Necesitan sentirse superiores, tener la mejor asistencia sanitaria, que sus hijos tengan la mejor educación, sobresalir del resto, porque eso les hace poderosos.

No les tiembla la mano a la hora de privatizar los servicios públicos con la excusa de que no son rentables, se inventan copagos para excluir a los menos pudientes, reducen las becas para que no pueda estudiar cualquiera o 'externalizan' la sanidad para que su poder influya en la asistencia que posteriormente recibirán en una institución privada.

Por eso tanta inquina hacia los funcionarios, porque son los garantes de esa asistencia pública y universal, porque tienen un puesto de trabajo fijo y son independientes, porque no se dejan influir por su poder, ni por sus amenazas, ni por el 'usted no sabe con quién está hablando'. No soportan tener que hacer cola como el resto de ciudadanos, depender de una lista de espera para recibir un tratamiento médico, o que sus hijos se puedan codear con los hijos de un trabajador a sus órdenes.

No entienden el derecho a la educación como algo generalizado. Para ellos, el acceso a la educación es cosa de ricos, que pueden pagárselo, o de superdotados, que no puede desaprovechar esta sociedad. Su sociedad, la que ellos quieren, en la que ellos están a gusto, donde se sienten importantes, poderosos y respetados.

No aceptan que la asistencia sanitaria sea igual para todos, que la sanidad pública sea más fiable que la privada (la que sólo ellos pueden pagarse), o que, en caso de enfermedad grave, tengan necesariamente que recurrir al sistema público, y entonces no valgan para nada sus seguros privados, su dinero o su poder.

Viven en un mundo acomplejado, en el que la educación superior es elitista y tener estudios universitarios un peldaño más en su escala social, por lo que no pueden consentir que acceda a ella cualquiera. Por eso destruyen la universidad pública reduciendo sus presupuestos, y potencian las universidades privadas, donde sólo ingresan quienes pueden pagárselo; por eso aumentan las tasas públicas, reducen las becas, endurecen los requisitos para optar a ellas, etc.

Otros defendemos una sociedad distinta, donde la salud de cualquier ciudadano es igual de importante, independientemente de la posición social del enfermo, donde la educación es un derecho y no un premio, donde el cuidado y respeto hacia nuestros mayores o las personas dependientes no es objeto de caridad o beneficencia, sino una obligación de nuestro sistema público.

Una sociedad, en resumen, con unos servicios públicos solidarios, como los que disfrutábamos hasta ahora, y que estos individuos, en su idea caciquil de la sociedad, están obsesionados por destruir. No podemos consentirlo.