No, no están equivocados. Aunque comience a circular bajo el etéreo envoltorio de una leyenda urbana la afirmación que certifica lo contrario, la Región de Murcia continúa manteniendo la capacidad de autogobierno que le confiere su Estatuto de Autonomía.

Tal vez ustedes, sin duda fruto de la nostalgia recentralizadora en auge, tengan la sensación de que don Ramón Luis Valcárcel, el indiscutible demiurgo de la política murciana durante las dos últimas décadas, ha abandonado la escena tras su expansivo y omnipresente reinado dejándonos a todos a merced de un sentimiento de orfandad rayano en la melancolía.

En Lorca conocemos de su existencia, a pesar de su ausencia física, por las sempiternas loas entonadas de forma voluntariosa por el bardo don Francisco Jódar Alonso, que tiene a bien desempeñar como segunda ocupación la de alcalde de la villa. El caso es que a día de hoy, el único soterramiento con el que cuenta la Región de Murcia es el del señor Valcárcel. El motivo, sin duda, proviene de la fatiga que conlleva el extenso legado que deja a los próximos gestores de la Comunidad autónoma y la escasa recompensa; no solo pecuniaria (122 euros tras décadas de ímprobo servicio a los murcianos) sino también política. El plusmarquista de las mayorías absolutas, el muñidor de celebrados éxitos electorales para el Partido Popular, ha sido relegado al rol de mero figurinista en el Olimpo de Génova, desarbolado por los nuevos aires manchegos de dominación que soplan en la capital del reino y que en tan buena estima le tienen.

Tras su anunciado exilio a Flandes, el adiós del ininterrumpido monarca trae consigo el inevitable análisis consustancial al fin de ciclo. Para ello debe ser imprescindible abstraerse de la embriagadora melodía con la que nos encantó el irrepetible flautista y rascar debajo de la epidermis. Tras esa Región de Murcia de cartón piedra preñada de proyectos emblemáticos e interminables promesas virtuales subyace una realidad menos complaciente. Nuestra Comunidad autónoma, tal vez fruto de una incontrolable querencia por el clientelismo, fue la cuarta donde más creció el gasto en el periodo 2006-2012, lo que explica el desbocado déficit, capaz de vampirizar a la propia estructura regional hasta jibarizarla a cotas impensables unos años atrás.

A ello debemos sumar la máxima de que todo faraón debe transferir a las siguientes generaciones un monumental testamento. En el caso que nos concierne, la megalómana obra quedaría encasillada en el ya clásico epígrafe de aeropuerto sin aviones. Si ya el maestro Goya nos advertía de que el sueño de la razón produce monstruos, en la era de las auditorías y los planes de gestión contable se puede monetarizar ipso facto el grandilocuente proyecto: doscientos millones de euros como avalista más cincuenta millones pagados por Aeromur, temiendo que surja alguna sorpresa de última hora. Un iceberg que puede partir en dos el frágil velero de la Comunidad.

Ni existe modelo (el cuento de la lechera del ladrillo concluyó como la fábula), ni existe chivo expiatorio (su partido domina todas las Administraciones con aplastantes mayorías absolutas), ni existe hoja de ruta (se acabaron los eslóganes sacados de la chistera del mago Ruiz Vivo, tipo Agua para todos, y toca afrontar la descarnada realidad).

La dejación es de tal calibre que en Lorca nada sabemos de su persona ni siquiera bajo la nueva y revolucionaria 'comparecencia plasma style' que tan buen resultado le está dispensando a su superior Rajoy.

Pruebas de que el excelso don Ramón Luis ya no habita entre nosotros, por mucho que la televisión pagada por todos se empeñe en sacar de paseo a su avatar, fue su reveladora actuación en el debate que hubo en la Asamblea Regional el 17 de abril con el trasvase Tajo-Segura como asunto de la discusión. Valiéndose de una copa que contenía agua, el señor Valcárcel se empeñó en convencer a los que allí estábamos presentes sobre una nueva verdad matemática: 240 viene a ser lo mismo que 400. Insospechado descubrimiento que ocasionó mi despeñamiento hacia el relativismo más absoluto, al percatarme de que ya no podemos abrazar certezas ni en el frío y categórico mundo matemático.

Sin embargo, sospecho que la realidad es más prosaica que todo lo expuesto con anterioridad. Obedece a una mera cuestión de pudor. Tal y como sucedía en el relato de Hans Christian Andersen, el emperador ha reparado en que va desnudo.