Con el empobrecimiento de la cesta de la compra estamos comiendo mierda, así que estoy de acuerdo con la ONU de que tenemos que alimentarnos con cosas buenas: los insectos. Estos días hay muchos articulistas a los que les pica todo pensando en que, tal como va la profesión, terminarán cazando bichos para subsistir, mientras les parece un adelanto de la civilización tragarse el pan de las gasolineras. Si en la vida has tratado de cuidar tu paladar mejor que tu reputación y sabes distinguir la exquisitez, comer insectos por vez primera tiene el mismo peligro de eso que dicen los que salen del armario de la sodomía: quien prueba ya no regresa de ella. Yo desde que probé los grillos bien frititos no he podido volver a las gambas a la plancha, que ahora me parecen sobrevaloradas.

Es un consuelo saber que si se vuelven a abatir las famosas diez plagas de Egipto sobre la tierra al menos me podré comer algunas de ellas, excepto si llueven sapos, que por más que lo he intentado no me pasan del gaznate. Hay un absurdo complejo de superioridad moral (¿de izquierdas?) en esa gente que asegura que se haría antropófaga y se comería a sus semejantes antes que el asco de consumir animalitos con aspecto extraterrestre. Cuánto pueblerino suelto. Con los insectos sólo tengo la misma prevención que con los mújoles que no vienen de piscifactoría: quiero saber en qué lugar del mar o del campo han sido atrapados no vaya a ser que hayan consumido cadáveres a cuyo entierro yo haya asistido.

Por demás, reconozco que a mí me vuelve loco el sabor de algunos insectos, por cierto imposibles de conseguir por estar prohibida su importación en esta España siempre anquilosada. Eso quiere decir que, si eliminamos el relato cultural que nos paraliza, si los bichos me han gustado a mí, que soy un híbrido tiquismiquis entre la Princesa del Guisante y Renfield, el siervo de Drácula que pasaba comiendo arañas en el frenopático, le gustarían a casi todo el mundo (ese sabor herbal, cálido, cercano, casi sugiere un parentesco evolutivo con los humanos, ¿no decían que compartíamos la mayoría de genes con la mosca del vinagre?). No es cuestión de aprensión: soy de los que siente arcadas ante la vista de una simple vichysoisse o un puré de patatas, por la inquietante textura, pero sueño con volver a comer abejas reina o crujientes gusanos de la palma. Si te metes en el mundo entomófago, no vuelves.

Mi amigo Ángel Campos, quien desprecia comer, me tiene dicho que, el primero que se atrevió a tragar una almeja cruda, con esa pinta disuasoria que tanto asco daba al filósofo Sartre, qué hambre debía tener. No digamos el primero que se bajó al pilón a comer otras cosas (pero ese es otro tipo de hambre). Pronto habrá hambre suficiente en el periodismo como para que, siguiendo recomendaciones de la ONU, todos lleguemos a degustar con placer cualquier ser que, antes de echarlo a la sartén, no nos dé conversación.