Ya ni sé cuándo fue que oí hablar por primera vez del fin del mundo. La memoria me trae una imagen de cuando tenía unos nueve años -acababan de matar a Sharon Tate, lo recuerdo- ojeando a orillas de la playa una revista manoseada que trataba del satanismo y donde (quizá en esa línea ominosa) también venía una descripción de las Profecías de Nostradamus. Yo siempre he sido muy impresionable, así que aquello nunca lo olvidé.

Después de ese descubrimiento y algunos más, llegó mi adolescencia, y ni les cuento: la gente de mi edad casi lo hemos olvidado, pero crecimos con la certeza de un apocalipsis nuclear. Cualquier día podían calentarse las líneas del famoso teléfono rojo, y catapún, se acabó. Este estado de cosas fue germen de infinitas historias de ficción basadas en la escatología de moda en esa época, desde los cómics de Marvel hasta la pantalla grande: baste pensar en la saga Mad Max, en El día de mañana y en miles de pelis más de mejor o peor factura que ya no recuerdo, porque las veía siempre con los ojos entrecerrados, rezando para que se acabaran pronto. Me aterrorizaba ese tipo de cine, pero siempre alguien dictaba lo que había y lo que no había que ver, así que creo que, muy a mi pesar, me lo he tragado casi todo. A lo largo de mi juventud y madurez siguieron abundando las fábulas catastróficas con inspiración en el propio Nostradamus, en el profeta Malaquías, dando paso a otras versiones más o menos 'creativas' del tema, como las predicciones alienígenas de JJ Benítez, la parapsicología de Giménez del Oso, o -muy recientemente- las interpretaciones del calendario maya, que tanto han dado que hablar. Y si nos situamos en el terreno puramente intelectual, recordemos 1984 de Orwell, o al economista Francis Fukuyama, quien ya predijo en 1992 su famoso El Fin de la Historia, extinguida ésta por el liberalismo ideológico y material. En el panorama sociopolítico, es cierto que hoy la Guerra Fría es materia casi olvidada, pero las sucesivas guerras de Irak, los atentados terroristas del 11S, las reservas nucleares de los países emergentes y, concretamente ahora, los galanteos bélicos entre la facción norcoreana y la norteamericana mantienen al mundo en vilo y no nos dejan descansar en paz. Pues, como podrán observar, estamos todos los días al borde de perecer, fenecer y desaparecer totalmente de la faz del mundo, el cosmos, la galaxia. Y faltaban los informes de esta semana del FMI. Sinceramente, vivir así, cuando una es tan responsable como yo y tiende a cargarse el peso de la Humanidad a las espaldas, resulta completamente agotador.

Pero todo eso no es lo peor. Al fin y al cabo, según dice mi amigo Dionisio Escarabajal glosando a Forges, lo bueno del terror es que no te duelen las muelas. Es decir, no se puede estar en un ataque de pánico sempiterno, así que una aprende a vivir con la espada de Damocles encima, entonando el carpe diem.

Y, de entre todas esas bocas de cabra precursoras del fin, la que más me ha cabreado últimamente, y de manera profunda, es la de Luis Goytisolo, cuando augura sobre lo que llama el ocaso de las humanidades, de la ficción y de todo lo demás. A Goytisolo le ha valido el Premio Nacional de Ensayo un texto sobre el deceso de la narrativa: la novela muere, al parecer, y con esa defunción viene, calculo yo, el fin de las historias. Y eso sí que no lo soporto. Hasta aquí hemos llegado. Puedo aguantar ser pobre, que me invadan los extraterrestres, que me envíen despedida hacia el cielo o que se me caiga encima la civilización occidental. Lo que no soportaré jamás es que me dejen sin historias que leer.

Y protesto enérgicamente, porque es mentira: tan ilustre autor confunde el culo con las témporas, la forma con el fondo, el soporte con el contenido, y se equivoca. La narrativa siempre ha existido (en forma de fábulas orales, de cuentos, de novelas) y nunca perecerá. El que el formato cambie del papel al soporte virtual no importa nada: los que leemos y escribimos (que cada vez somos más, ni importa lo que nadie diga), siempre seguiremos leyendo y escribiendo, proyectando nuestra imaginación en maravillosas historias que nos aíslen de la agresiva realidad. Y siempre habrá personajes que sean aquello que a nosotros nos gustaría ser, que digan aquello que nos gustaría decir; ficciones que alteren nuestro modo de ver el mundo, creando una versión mejor de nuestras vidas.

Si eso muere, nosotros estaremos realmente muertos. Y entonces ya no importará nada que se acabe el mundo y todo lo demás. Y si no se acaba, que lo paren, que ésta que suscribe se bajará.