Lo que nos fascinó de Hormigos, de Olvido, fue la veladura, sus pechos formidables sobre un cuerpo que se adivinaba delgado, pero contundente. Lo que nos abrasó fue lo que no veíamos, su mano apretando tan dulce como el olvido de su nombre. Estremecía su belleza de hembra entera y adúltera, el abismo al que había sido capaz de abocarse, el desliz, el pecado. Por primera vez, la estupidez tecnológica que nos asfixia se usaba para desevidenciar, para ocultar. Desde Adán, saben las Evas que se nos pierde con lo prohibido, con lo ajeno, con la mujer que mira al otro y lo llama negándose. Olvido era para indagar, para alzarla como enigma y canción. Pero debió quedarse ahí, no tocar más la rosa. Una mujer tan caliente como para ofrecerse a su macho gozando y prometiendo el gozo, delicada como una navaja, de humedad acerada, condensada hasta el grito, no podía convertirse en otra rubia más de botellón y photoshop. Su portada la convierte en lo que sospechamos ahora que siempre fue: una chica sin más complejidad que la de aquellas que en mi juventud se liaban con los viajantes de comercio. Quiso ser conejita Playboy y se ha quedado en petarda Interviú. Las vidas se construyen sobre esas decisiones: ceder a la espantosa vulgaridad, a lo que todos esperan que hagamos o digamos, o mantenerse como flor de misterio, dueña absoluta de un cuerpo que ahora ya no existe. Parecía haber venido para renovar la alianza entre el pecado, el erotismo y el sexo que la ideología de género de las posmodernas estrechas ha destruido. Pero lo único que ha logrado es malversar la belleza como banalidad. Pudo ser una diosa, pero nadie le advirtió de que las diosas nunca se muestran.