El día que llamé por teléfono al hospital me sorprendió escuchar -mientras esperaba que me atendiesen- la sombría canción The End que inmortalizó Jim Morrison y su banda, The Doors. Recuerdo que, en mis años de universidad, solíamos intercambiar discos de Jim Morrison (también nos gustaba el jazz de John Coltrane, las óperas de Puccini o el blues de John Lee Hooker) e incluso llegamos a leer alguna que otra biografía del cantante norteamericano.

Morrison se suicidó en París en 1971 y esta melodía, The End, ha terminado por simbolizar precisamente el camino que lleva a la desesperación, la tristeza y la muerte. Uno se pregunta ¿por qué habrán elegido esta canción en el hospital? ¿A quién no entristecen esos acordes impregnados de abatimiento? Incluso como metáfora de la enfermedad, ¿no denota ignorancia, mal gusto o dejadez? Vaya uno a saber, aunque quizás sólo refleje la confusión en la que vivimos.

En realidad, ¿qué pasaría si en lugar de interpretar The End, el paciente -o su familiar- oyese un mórbido lied de Schubert, el Allelujah cantado por Leonard Cohen, una danza folklórica o una pieza tecno? No hace mucho asistí con mi hija a una fiesta de cumpleaños en un centro de ocio y de nuevo me extrañó que, además de las canciones infantiles de rigor, durante media hora la sala retumbase con música bacaladera y juegos de luces ad hoc. Los niños, que tenían cuatro y cinco años, bailaban sin parar. Me pregunté si ciertamente soy una especie de carcamal o si, por el contrario, quemamos las etapas de la infancia a una velocidad asombrosa.

La ciencia, de todos modos, nos proporciona estudios muy curiosos. En un reciente artículo publicado en la revista The Atlantic, se cuenta el caso de un experimento llevado a cabo en el hospital Paoli Memorial, en Pensilvania, donde se comprobó que los pacientes que podían contemplar desde sus ventanas la naturaleza lograban recuperarse antes -y mejor - que los que sólo veían la pared. Parece ser que caminar o correr por los bosques resulta más beneficioso que realizar el mismo ejercicio en una ciudad. Cabe pensar que la difícil adaptación inmunológica y emocional de la especie humana a los espacios cerrados se debe al hecho de que haya consumido más del 90% de su existencia viviendo en parajes naturales.

Adam Alter, en su reciente ensayo, Drunk Tank Pink, resalta otro experimento que se efectuó en 1979 y que fue publicado en la revista académica Orthomolecular Psychiatry, donde se cuenta que el vigor físico de los hombres disminuye al estar expuestos a un entorno de color rosa intenso. El impacto del artículo se popularizó hasta el punto de que algunos clubes de fútbol americano optaran por pintar de rosa el vestuario del equipo rival, o de que determinadas compañías de transporte público decidieran tapizar los asientos del mismo color para reducir los actos vandálicos. Aunque estudios posteriores hayan ofrecido resultados contradictorios al respecto, suponer que el entorno nos influye más allá de la evidencia inmediata no deja de ser una hipótesis plausible. También se ha dicho -no sé si con fundamento- que la tristeza acorta la vida y que el optimismo la alarga. Tal vez sea así.

Desconocemos dónde se ubica el punto de intersección entre la inmunología, el estado de ánimo, la belleza y la calidad del entorno físico y emocional. Estadísticamente no parece que el efecto placebo sea irrelevante; el diseño urbanístico juega a favor -o en contra- de la atracción del capital humano; la economía necesita inspirar confianza para que el dinero fluya y así trazar un círculo virtuoso.

The End constituye el ejemplo perfecto de un himno extraordinario situado en un lugar y en un momento equivocados. Y, por desgracia, este tipo de estímulos desacertados abundan demasiado.