Hace unos años se publicó en España la novela de Paul Torday titulada La pesca del salmón en Yemen, la cual es posible que suene a más gente de lo habitual porque no hace mucho se estrenó su versión cinematográfica y, aunque pasara sin pena ni gloria por las salas de cine, ya se sabe del privilegio de la imagen frente a las mil palabras entre el común de los mortales, sobre todo cuando hay que tomarse la molestia de leerlas. El escritor británico narra la peripecia de un joven científico a quien un rico potentado yemení aficionado a la pesca y harto de viajar al extranjero para disfrutar de ella, le encarga que construya un río salmonero en pleno desierto a cambio de unos suculentos honorarios. A pesar de las enormes dificultades de tan extravagante capricho, el protagonista lograr llevar a cabo la empresa demostrando que con ingenio y esfuerzo es posible superar incluso lo aceptado como imposible. Y aunque la aventura no acaba bien, no es tanto por la excentricidad de la empresa en sí misma sino por el cúmulo de envidia, recelo y codicia que despierta entre quienes se resisten a renunciar a la cómoda ortodoxia ni a la gloria de los logros ajenos, demostrando una vez más que la humana es la especie más autodestructiva de la naturaleza, capaz no sólo de aniquilarse a sí misma sino de devastar sin reparo sus más excelsas obras.

La Historia ha demostrado que el concepto de imposible es inherente a la época en la que se considera. Al igual que los contemporáneos de Verne H.G. Wells atribuían a su fértil imaginación los viajes a la Luna que describieron en sus obras, pues nadie podía creer entonces que eso fuese posible, hoy se da por descontada la imposibilidad de, por ejemplo, viajar en el tiempo a pesar de que la física teórica ya haya aportado pruebas de que exista tal posibilidad, lo cual indica que quizás en un futuro sea una realidad gracias a unas técnicas que hoy desconocemos o somos incapaces de emplear.

Mirar más allá de las cumbres de las convicciones es un ejercicio muy saludable que, sin embargo, requiere un esfuerzo extraordinario de percepción y voluntad. Quizás lo que se advierta entra la bruma de lo inmutable no sea más que una quimera a simple vista, y a muchos les cause decepción o fatiga bregar por lo que la mayoría considera un imposible. Sin embargo, quien es capaz de aguantar el tipo y perseverar en su empeño por restañar las heridas de la mezquindad y el oscurantismo recibirá el merecido premio cuando su esfuerzo le reporte los frutos deseados, aunque sea a título póstumo.

Claro que es más sencillo y cómodo aceptar las condiciones que se imponen en cada momento e intentar sobrevivir de la mejor forma posible, sin perjuicio de aprovechar los logros que otros obtengan de su esfuerzo. Por desgracia, la audacia es hoy por hoy una entelequia en un sociedad como la española atenazada por la pereza fruto del hastío que produce considerar imposible cambiar el actual modelo de Estado por el que se rige, a pesar de estar mancillado por un envilecimiento del ejercicio político que ha desprestigiado el ejercicio de la gestión pública, entorpecido el funcionamiento de las instituciones y hace peligrar las más básicas reglas de la convivencia.

Sin embargo, en esa aparente imposibilidad se encuentran las soluciones. Bastaría con recuperar el orden y establecer unas normas que saneen la vida política, a partir de la cual se habrían de regir el resto de actividades públicas, imponiendo así una nueva ética a las conductas privadas. Así, es imprescindible poner coto al presupuesto político: ese que se emplea para preservar los intereses de los partidos frente al bien común mediante prácticas embaucadoras que permiten someter la voluntad individual o corporativa. Eso se consigue despojando a la práctica política de su atractivo como vía de prosperidad personal.

El primer paso sería el establecimiento de normas que controlen las finanzas de los partidos de forma más efectiva y concienzuda, creando una comisión de control específica y ágil (similar a las que supervisan determinadas actividades industriales) que fiscalizara las cuentas, detectara e impidiera cualquier irregularidad en su gestión financiera. A continuación se habría de realizar una reforma de la estructura administrativa de las instituciones públicas, a fin de acabar con el empleo político realizado por organismos y cargos de libre designación que sólo sirven para satisfacer el empeño de los afiliados más entusiastas y, a la vez, entorpecer la buena marcha de las propias instituciones; de esa forma quien se dedique a la política lo hará por afán de servicio público más que por la expectativa de un trabajo bien remunerado. Y, por último, acometer una reforma de la ley electoral que termine de una vez para siempre con ese perverso sistema que favorece a las mayorías y priva al ciudadano de su libertad de elección, imponiendo otro directo en el que el candidato se haga responsable de sus promesas ante sus electores.

¿Es imposible tal componenda? Sólo es preciso superar el miedo al cambio y reclamarlo abiertamente aceptando las responsabilidades que conlleve.

Recuperar la libertad y la dignidad es un logro tanto o más encomiable que cualquier avance tecnológico que nos procure nuevas sensaciones y conocimientos o un mayor bienestar individual o colectivo. Se trata de reconquistar la soberanía popular y dotarnos de mayores garantías de desarrollo.

Aristóteles prefería una imposibilidad probable a una posibilidad improbable, pues la evolución de la ciencia y el intelecto ha demostrado que si lo que ayer se aceptaba como inviable es hoy una realidad, lo que hoy se cree imposible puede ser probable mañana si se emplean bien los recursos del conocimiento y la razón con la determinación y el esfuerzo precisos. Para construir la esperanza es necesario desterrar las convicciones que nos atan a esos supuestos imposibles que sólo favorecen a quienes se sirven de ellos para apropiarse de la voluntad del ciudadano.