O lo que es lo mismo, carta a un maestro, aunque la palabra camine gastada de tanto usarla inadecuadamente. Maestro es el máximo rango en un oficio; lo suyo es más que eso porque su categoría viene aumentada por la generosidad, por la entrega a los que se acercan a usted con ansias de ser artistas; los unos, con talento; los otros, sin él, para usted todos son iguales. Con su consejo ha conseguido usted hasta confundirlos.

Me entero por mi periódico que le han regalado a usted un homenaje, una muestra de afecto, un grupo de plásticos y colaboradores necesarios en la obra de arte. Siento mi ausencia, por ignorancia, del guiso afectivo desde el exilio sentimental en el que me encuentro. Le hubiera puesto un telegrama, al menos, con una adhesión incondicional, contándole mi impedimento: "Gran tensión me impide separarme de caballete...". Quiero que sepa, de mi puño y letra, que me sumo a las bondades con las que le han definido: no es usted sólo el mejor serígrafo de España, habría que añadir que con gran diferencia sobre los demás. Murcia no sabe lo que tiene en usted ni conoce bien el lujo de su existencia. Ha renunciado usted a la gloria americana; en Nueva York sería una figura halagada; en París, le reverenciarían mimosamente en ese idioma irresistible del amor. Ha enseñado usted sus secretos ejerciendo su magisterio.

Aquí, ahora, siempre, quiero manifestarle mi agradecimiento. Con usted he firmado unos cuarenta trabajos en serigrafía; con su guía y consejo se hicieron posibles. Yo venía del blanco y negro, del aguafuerte trabajado en ese tórculo que usted guarda en su ermita tapado con una manta y me llevó la mano a descubrir las posibilidades del color en la obra gráfica, a hacer luminoso el trabajo y a enseñarme como se hace uso del azar y de la magia. Digámosle al mundo artístico (el político es sordo) que usted no pinta porque no quiere hundir los barcos de los ilusionados discípulos; en usted se dan las cualidades y el talento que sólo un grande puede desdeñar con esa humildad que le reconoce, la del chato de vino, el trozo de pan y el misterioso sentido de la amistad, tan escaso y tan difícil. Es usted, mal que le pese, un tierno de corazón, un ser único, sin pereza en el trabajo para los demás y su ventura.

Siento por usted, Pepe Jiménez, una profunda admiración que quiero hacer pública en mi reconocimiento personal e individual, y quisiera que el azúcar en vena me corriera en condiciones de volver a ese taller frío y ardiente a la vez, en el que se respira a tinta de forma que alimenta y limpia el espíritu. Cuente usted con mi abrazo ahora y siempre.