Ocurrió en Málaga, como podría haber ocurrido en cualquier lugar de la geografía española. En cualquiera en la que se hubieran alentado la ilusión de la llegada de los Magos de Oriente en una procesionaria cabalgata popular, destinada más a los niños que a nadie. Mala suerte, Satán que no descansa, infortunio, malaventura. Se podría escribir la elegía más triste.

El pequeño de seis años, se llamaba Miguel, soltó su pequeña mano de la de su padre para ir a buscar un caramelo que resultó envenenado bajo una carroza del desfile y fue arrollado sin posibilidad de recuperación tras la violencia del acontecimiento. La muerte de un niño siempre es una nefasta noticia, porque arranca de raíz toda la planta de la futura vida; pero si esta muerte ocurre en las circunstancias lamentables del suceso malagueño, con sus Majestades los Magos, en plena dedicación a causar admiración e ilusión, la desesperación nos colma el ánimo. No es la Noche de Reyes la mejor elegida, la propicia en ningún caso, para llevarse de este mundo a un inocente en agraz, ni aun en camello, ni aun guiado por la gran estrella mágica a los confines del firmamento.

Príncipe andaluz, criatura con toda una vida por delante, camino para la alegría de andar sobre él durante años y años. Entiendo como estarán esos padres tras este desequilibrio de la razón y las razones. Mucha fuerza es necesaria para resistir un dolor de esta naturaleza; los muy creyentes tienen la suerte de encontrar explicaciones a estos accidentes mortales inesperados, injustos y a destiempo.

Me duele en el alma el cuerpo de este niño herido, con su caramelo en la mano, inerte en el suelo, sin capacidad de latido; me duele este desamparo del azar, esta indignante previsión del destino, esta mala sombra de las falsas coronas de unos reyes de invención, más reyes que los monarcas de verdad. Quiero adivinar de qué color eran los ojos del niño muerto, de qué color su pelo, si había heredado sus naricillas de su abuela. Quisiera tener claro su retrato para regresarle de donde ha sido llevado sin juicio ni consulta algunaa la fuerza de la sin razón.

La cabalgata de Reyes en Málaga no se detuvo por propia decisión del padre, médico, de este niño indefenso ante su mala suerte; lágrimas blancas confundidas con los gritos de alegría de otros niños con mejor fortuna y caramelos en los bolsillos. No se me olvida esa manecita de nácar aferrándose al papel de plata de azúcar de la golosina asesina. Aunque no es mi costumbre, harto de ver desgarramientos como este, hoy rezaré por ti, lucero andaluz de piel desconocida y tránsito breve.