El lugar es el Massachussetts Institute of Technology (MIT); la asignatura, Física 8.01. Frente al auditorio, el profesor Walter Lewin, uno de los físicos más destacados del mundo. Excéntrico y peculiar, en sus clases lo inesperado forma parte de la rutina. Lewin -leemos en Por amor a la física- "puede subirse en clase a una escalera de cinco metros y beber zumo de arándanos desde un vaso de precipitados colocado en el suelo con una pajita serpenteante hecha a base de tubos de laboratorio. O puede estar arriesgándose a sufrir una grave lesión al poner su cabeza en la trayectoria de una pequeña pero potente bola de demolición que se balancea a milímetros de su mejilla". Asombrados por esta original metodología, en la universidad decidieron -con gran éxito- ofrecer las clases por Internet.

Sospecho que fue en ese momento cuando empezó a tomar cuerpo uno de los aspectos más notables de la revolución educativa: ¿por qué limitarse a copiar los apuntes de un aburrido profesor de medio pelo cuando cualquier alumno puede asistir online a las lecciones que imparten los mejores especialistas? No se trata de una cuestión baladí ya que, en un mundo abierto a la competencia, el enfrentamiento entre la realidad digital y los medios tradicionales resulta inevitable: ¿universidad virtual o presencial? ¿Ebook o libro convencional? ¿Prensa por Internet o en papel? Sin duda los asombrosos experimentos de Walter Lewin nos ayudan a profundizar en el conocimiento de la Física y seguramente el material audiovisual de la Khan Academy hará que muchos alumnos superen su miedo a las Matemáticas. Pero, del mismo modo, cabe preguntarse también si no estamos inmersos en una revolución muy distinta a lo previsto en un principio.

Permítanme una caricatura: imaginen un país donde, gracias a la tecnología, la vida cotidiana es básicamente virtual. No cuesta mucho dilucidar algunas de las ventajas inherentes a una sociedad similar: la violencia declinaría -o, en todo caso, se sublimaría en la pantalla del ordenador-; quizás pudiéramos olvidarnos de los atascos; la contaminación ambiental se regularía de una forma más eficiente y, probablemente, la inflación -al disminuir el número de intermediarios- tendiese a caer. Por otro lado, ¿qué necesidad tendría la Administración de conservar abiertas las bibliotecas, buena parte de las universidades o las filmotecas? Y si pensamos en el comercio, ¿qué sería de las librerías, las vinotecas, las tiendas de juguetes o las oficinas bancarias? ¿No se lo creen? Ya he avisado que se trataba de una caricatura.

Pero lo cierto es que las caricaturas suelen ocultar un fondo de verdad. La enseñanza online amenaza con fagocitar a la universidad tradicional, así como el libro o la prensa en papel corren peligro de extinción. Si lentamente las transacciones electrónicas van sustituyendo a las hasta ahora habituales, despojando las calles de su auténtico sentido burgués, ¿hacia dónde se desplaza el humus de la ciudadanía? La cultura se origina precisamente en la soledad del trabajo y en el encuentro fructífero entre las personas. Psicólogos como el nobel Daniel Kahneman han ponderado las virtudes de lo que se denominan habilidades no cognitivas -la empatía, la resiliencia, la flexibilidad, la capacidad de cooperar-, las cuales fructifican en el diálogo y el esfuerzo compartido. Sin amigos con los que conversar, sin libros que compartir, sin papeles tachados ni anotados en la mesa de un café, no sé muy bien qué quedaría de la cultura. Como tampoco logro imaginarme -no del todo, quiero decir- la riqueza de la universidad sin la textura única de la vida en el campus.