Este año he disfrutado de una rara unanimidad: nadie me ha felicitado las Pascuas. Ni mis embargadores del banco, que suelen cuidar el puntual envío de ´christmas´, aunque sean amenazantes. Con cierta sorpresa, no he recibido ni una llamada de salutación, ni mensaje, ni whattsap personalizado ni colectivo. ¡Pero si mi abuelo aún recibe cartas a su nombre y falleció hace treinta y ocho años! Es literalmente extraordinario haber sido borrado de todas las agendas de teléfono, listas y ´mailings´ a la vez. Todos mis saludados se han puesto de acuerdo tácitamente en la fecha de mi muerte civil: esta concreta nochebuena.

En ese momento supe que entre yo y Dios ya no hay interpuesto nada mundano. Soy por fin esa partícula infinitamente pequeña sólo visible a ojos del Altísimo en que se convertía Scott Carey, el protagonista de la novelita de Richard Matheson El increíble hombre menguante. Dicen que la vejez te permite decir lo que quieras sin que nadie se moleste. Pero también te lo permite una perfecta inexistencia social. Repartes hostias y no saben de dónde les vienen. Así que, creyendo yo que iba a llegar a mi cena de nochebuena para sentarme en la fila de los presentes, resulta que tuve que sentarme en las nutridas sillas reservadas para los ausentes. Pasamos nosotros por el tiempo y en la casa familiar cada vez hay más espacios acordonados en la mesa de nochebuena del salón, como en esas barras de bares legendarios en que nadie puede ocupar un concreto lugar de la barra porque están esperando que tome su copa alguien que nunca viene. En ´El floridita´ de La Habana vi a un señor acodado que llevaba cincuenta años tratando infructuosamente de que le sirvieran su ´daiquirí´, sin desesperar, por esa paciencia inacabable que te da ser una estatua de bronce de Hemingway. En casa, este año, hubiésemos sido ya más los ausentes sentados que los presentes si no llega a ser porque mi madre llenó el salón de niños, con lo cual celebramos la nochebuena de1972.

Las risas de los niños aumentan tu inexistencia. Te retrotraen a cuando tú eras ellos y el papel que tienes ahora era desempeñado por seres ya translúcidos que ya no llegarían al turrón, la navidad siguiente.

En algunas culturas se cree que las voces infantiles, con ese timbre bruñido como de música de metal, mantienen alejados a los espíritus. Pero al oírlos esta nochebuena, tuve miedo de palparme y encontrar que no estaba allí. Según todas las agendas de mis saludados, donde ya no figuro, en efecto acabo de desaparecer.