Un ´pez en la oreja´ era el instrumento tecnológico que permitía entenderse entre sí a interlocutores de diferentes puntos de la Galaxia en la divertida y muy exitosa tetralogía de los años 80 que se inicia con La Guía del Autoestopista Galáctico, de Douglas Adams, el equivalente en escritor a lo que en televisión y en cine representaron los Monty Python. Ese pececillo traductor, o algo parecido, es lo yo que llevo echando en falta hace algunos años desde que me estoy moviendo por el mundo lusoparlante, básicamente Portugal y ahora también Brasil.

Aunque siempre sea apasionante acercarse a otra cultura „y no hay duda de que el mundo lusófono es otra cultura„ resulta altamente inconveniente y engorroso tener que luchar contra los frecuentes malentendidos que se producen entre dos lenguas tan parecidas. Al fin y al

cabo, el español y el portugués, como el francés, catalán, italiano y rumano, no dejan de ser un latín degenerado en mayor o menor grado.

Para muestra unos pequeños botones. Los portugueses llaman al taller donde llevamos a reparar el coche, oficina. O sea, si el coche está en la oficina, es que está en reparación. A su vez, la oficina es el escritorio y a un escritorio le llaman secretaria. Para confundir aún más, su talher (pronúnciese ´taller´) es, nada más y nada menos que? ¡los cubiertos para comer!. Por otra parte, si estás dando una charla de motivación a portugueses, hablar mejor de ´desafíos´ que de ´retos´, porque, aunque también puede significar lo mismo que en español, normalmente se utiliza para nombrar la parte de nuestro sistema digestivo que acaba donde la espalda pierde su honesto nombre. Tampoco se te ocurra animarles a ´ponerse las pilas´ porque les sonará bastante obsceno. En portugués el coche es un carruaje, y al coche le llaman carro, palabra que también se utiliza con la misma acepción en una parte considerable de América Latina. Meados, por otra parte, no tiene nada que ver con el resultado de la liberación de los fluídos del aparato urinario, sino con la posición física o temporal que aquí calificaríamos de ´mediados´. Y si alguien te avisa de que ha visto una borracha, no es que se esté escandalizando de ver a una dama embriagada, sino que te está comunicando que acaba de ver un desagradable insecto que aquí llamaríamos ´cucaracha´.

El caso es que cuando ya había conseguido por fin que se me quitara la cara de tonto mientras que mis interlocutores portugueses no dejaban de brincar (algo que en Portugal no tiene nada que ver con dar saltos sino con hacer bromas y contar chistes) por mi falta de comprensión, he aquí que me enfrento al desafío (he procurado eliminar la palabra ´reto´ de mi vocabulario) de aprender la versión transatlática de esta particular versión de latín degenerado. Aunque me llena de orgullo que me confundan con portugués cuando utilizo este idioma en Brasil (al fin y al cabo nadie conoce por allí a un español que se haya molestado en aprender portugués seriamente), no deja de ser un rollo tener que lidiar otra vez con las confusiones entre idiomas hermanos (que ya no primos, como serían el portugués y el español). Así, resulta que donde los españoles diríamos ´tickets, los portugueses dirían ´título´ y los brasileños dicen ´ingreso´. Esto es la confusao en grado máximo.

Ayer mismo estaba en una cafetería en Porto Alegre, ciudad altamente recomendable junto con Río de Janeiro para iniciarse en el conocimiento de Brasil, y quería pedir un café cortado. Utilicé para ello la expresión portuguesa café pingado, que acompañé con una pequeña descripción para evitar errores por parte del camarero, para el caso de que en Brasil no se utilizara la misma denominación. De esta forma, conseguí lo que quería pero me quedé con la duda de si pingado era la palabra correcta brasileira para el cortado. Para mi consternación, vi un pequeño display en mi mesa, que hasta entonces me había pasado desapercibido en el que anunciaba una promoción de desayuno formada por un sandwich ´uruguayo´ y un ´café cortado´, así, en perfecto español. Dudé sobre si la cosa iba de que fuera realmente en español, por lo del ´uruguayo´. Se me ocurrió que tal vez en esta parte del sur de Brasil, fronteriza con Uruguay, se habría importado la palabra española para esta variedad de tomar el café. Así que me atreví a pedir otro ´cortado´, esperando haber acertado con la denominación y haber incorporado una nueva palabra brasileña a mi léxico, que en este caso, era de origen español. ¿Me explico?

El resultado fue simplemente desolador ya que lo que finalmente llegó a mi mesa, en vez del café cortado que esperaba, fue un café largo con mucha leche. Cuando comenté el trance con mis amigos portugueses, se rieron de mí y dijeron: claro, aquí el cortado se llama a nuestra ´media leite´, que es la forma que un portugués tiene de pedir un café con leche (aunque si no te gusta con tanta leche, como nos sucede normalmente a los españoles, hay que añadir inmediatamente «com mais café»). Horroroso.

Menos mal que, aunque aún parezca lejano, el equivalente al ´pez en tu oreja´ está ya prácticamente aquí, y viene de la mano, cómo no, de Google, el gigante de las búsquedas y la empresa cuyos nuevos desarrollos probablemente influirán notablemente en cómo será nuestra vida futura. Porque el app traductor online de Google ha alcanzado grados inusitados de perfección a la hora de reconocer nuestra voz, a la hora de traducir teniendo en cuenta el contexto de cada palabra dentro de la frase, y de reproducirlo con un nivel de naturalidad pasmoso. Y todo eso para decenas de emparejamientos entre diferentes idiomas. Ya nos han mostrado en alguna película la costumbre que han adquirido los chavales japoneses de hablarle al móvil y ponérselo después en la oreja a su interlocutor para que oiga la traducción en su propio idioma. De ahí a un traductor que funcione como un walkie talkie, pero que en el camino haya traducido de un idioma a otro, hay solo un pequeño paso. Y de ahí a unos auriculares con micrófono que llevemos en la oreja y concectados al móvil por bluetooh para facilitar aún más dicha función, apenas falta el canto de un euro.

Llegados a este punto, he de confesar que, aunque en su momento disfruté efectivamente de la lectura de todos y cada uno de los libros de La Guía del Autoestopista Galáctico (en cuya Guía Galáctica, por si alguien tiene curiosidad, define a la Tierra como «un planeta fundamentalmente irrelevante situado en un apartado extremo de la Galaxia y cuyos habitantes se caracterizan mayoritariamente por considerar de buen gusto los relojes digitales»), en realidad el título de este artículo lo he tomado prestado de un reciente libro escrito por un lingüista británico, que obviamente utiliza la misma referencia literaria que yo.

Este lingüista va más allá y afirma que el inglés será la última lingua franca de la historia humana, porque el futuro del entendimiento lingüístico entre los seres humanos pertenece, cómo no, a los gadgets de traducción simultánea con reconocimiento automático de voz. Así sea.