Cuando me preguntan qué me ha parecido la última de Woody, mi respuesta es un clásico: «No soy objetivo». Después de llevar desde el 69, con perdón, sin perderme una sola de sus paridas empezando por Toma el dinero y corre, no me voy a poner tonto. Cada estreno suyo sigo esperándolo con ansiedad. Y „obra mayor o menor, qué más dará„ el caso es que la treintena de espectadores con los que coincidí en la sesión se lo pasaron en grande.

Qué lejos quedan aquellos tiempos en los que las colas daban la vuelta para compartir su neurastenia u otras tramas con galanes de época. El pasado puente, sin embargo, tuve la oportunidad de acudir a multicines tomados en dos ciudades distintas. Ahora que el cine iba a crujir viene otro subidón. Ojalá no sea sólo al hilo de Lo imposible. Me alegro de los ingresos alcanzados por la peli de Bayona y lo siento por los detractores del cine español que al ir a verla lo hayan pasado doblemente mal. Yo no tengo intención de hacerlo y menos ahora en que, para asistir a catástrofes, no es necesario entrar en una sala oscura.

En las dos últimas incursiones me dejé guiar por un par de parejas de amigos. La primera abocó a ver, casi contra mi volun tad, El fraude y, en cambio, no salí defraudado. Hasta Richard Gere parece creíble y eso que el canalla sigue a los 63 tacos dando los saltitos al andar que daba hace treinta años cuando cogió en brazos a Debra Winger en O?cial y caballero.

Al día siguiente, la elección de otros ciné?los de categoría fue Cosmópolis del tal David Cronenbergy con Robert Pattinson, de la saga Crepúsculo. Mira que yo pensé que metiéndome como me meto cine francés en vena por un tubo estaba preparado para todo. Pero qué va. No he visto una cosa más arti?cial y unas peroratas más pretenciosas en mi vida. Lo peor fue la mala sangre que te haces encima comentándola luego. Cómo iba a saber yo que era la de miedo.