Cualquiera que recorra las principales calles de cualquier ciudad a cualquier hora del día podrá observar si quiere „los hay, y muchos, que no quieren„ cómo ha aumentado la presencia de mendigos, muchos de los cuales apelan a la caridad exhibiendo toscos carteles en los que, además de la relación de privaciones que han de sufrir, expresan su condición de españoles o vecinos del lugar donde ejercen su triste misión. Como si la miseria no entendiese de razas o nacionalidades, se aferran a una patética competencia por ganarse la compasión de sus semejantes, mostrando con expresiva claridad que la indigencia ya está al alcance de cualquiera que no posea suficientes bienes para eludirla.

Quizás por ser reflejo de los íntimos terrores de muchos ciudadanos que perciben ya la vida como una carrera sin meta en la que sólo vale resistir para no caer exhausto en cualquier cuneta, la visión de estos mendigos que parece apelar al patriotismo del aún pudiente se convierte en admonitoria. Más cuando nada ni nadie es capaz de parar el implacable avance de una crisis cada vez más profunda y amenazante, a pesar de los proclamados esfuerzos de las autoridades por detenerlo.

Tras un par de semanas de aparente tranquilidad, los últimos tres días han transcurrido cargados de malas noticias. Las nefastas previsiones del Fondo Monetario Internacional y la consecuente reacción de las agencias de calificación, rebajando la capacidad del Estado para pagar sus deudas, auguran un fin de año catastrófico. A menos que todos los observadores y analistas estén equivocados, a España no le queda más salida que buscar una esquina propicia, colocar un tosco cartel proclamando sus miserias y apelar a la caridad internacional para así evitar el colapso definitivo.

El temido rescate parece inevitable en tales circunstancias, aunque es de temer que no se produzca antes de que gallegos, vascos y catalanes pasen por las urnas a fin de preservar las opciones políticas de los partidos en liza. Es difícil prever cuántas familias caerán en la indigencia hasta entonces, como lo será la cantidad de éstas que sufrirán cuando se impongan los sacrificios que acompañarán a la limosna que nos den desde el extranjero.

Después de ¡cinco años! de deterioro económico y social, parece que ahora los expertos internacionales empiezan a caer en la cuenta de que sólo con ahorrar no se resuelven los problemas. Una conclusión que resulta obscena cuando durante todo este tiempo han sido legión los analistas que han advertido lo mismo de forma reiterada. Comprueban ahora que el capital es inmisericorde y sólo invierte cuando hay garantías de beneficio, huyendo a lugares más propicios en busca de protección. El resultado es una fuga de capitales sin precedentes en la historia de España, mientras aquí se aplican las recetas de la explotación sin ningún pudor amparadas y alentadas por el poder político.

Pero lo peor no es lo que se sufre hoy sino lo que habremos de padecer en el futuro. España ya es el país con la mayor desigualdad de renta de toda la Unión Europea. No es sólo la miseria visible la que determina el deterioro de una sociedad, sino la que aún no se ve pero se percibe. La mendicidad es quizás el último estadio de la degradación social, si bien hay muchos antes que nadie querría experimentar. Los españoles no estamos acostumbrados a este tipo de privación, y menos después de haber disfrutado de unos años demasiado prolijos en beneficios que nos han reducido la capacidad de resistencia a la desventura.

El camino a la desdicha está muy bien señalado. A quien pierde el trabajo le queda la esperanza de que obtener socorro de alguno de aquellos que en tiempos más felices ofrecían su ayuda y apoyo para lo que fuese menester; pronto se da cuenta de que aquella buena voluntad no era compromiso sino cortesía; luego cae en la cuenta de que la edad, la experiencia o la formación sirven de poco cuando sólo priman los intereses del explotador; pasa el tiempo sin matices y conforme crece la necesidad decae la dignidad; acepta entonces cualquier trabajo que reporte algún beneficio, aunque sea ridículo o irregular; dilapida así años de esfuerzo en empleos precarios que le son impropios por sus aptitudes; mientras, ve cómo el ingreso no cubre el gasto y los ahorros se reducen; quien aún conserva alguna tarjeta de crédito estira al máximo las condiciones de pago, aumentando el plazo y la cantidad de la deuda hasta que por fin se agota el saldo y ya no queda nada. A partir de ahí todo son tinieblas.

¿Cuántas familias están en esa situación? Ni se sabe, pues el pudor y el orgullo impiden a muchos españoles demostrar su infortunio.

Mientras tanto, escandaliza observar cómo la clase política sigue ajena a una realidad que reclama más agudeza intelectual y amplitud de miras que retórica, enzarzada en una burda pugna por eludir responsabilidades acusando al oponente de ser el causante de la crisis. Repugna comprobar el desprecio con que estos individuos tratan a la ciudadanía, aferrados exclusivamente a esa parte de la sociedad que aún permanece a salvo de la catástrofe celosa de su estabilidad, cuando en realidad nadie es capaz de predecir a quien le tocará en suerte el próximo sacrificio. Pues no por mucho coquetear con el explotador se está más a salvo de sus veleidades.

Por desgracia, el miedo es mucho más poderoso y no hace más que abonar el terreno por el que discurre ese camino que conduce a la sumisión a través de la desdicha.

Pobre España.