Cuando enchufo mi ordenador aparecen en la pantalla de inicio las fotos más ligeras de mi última ex novia, Miriam, go-gó girl. A partir de aquí, el mejor momento del día y el mejor momento del ordenador, mi jornada se torna progresivamente ininteresante. Como en aquella perturbadora escena de la película American Beauty en que el protagonista de mediana edad, cansado, habitante de extrarradio, insignificante, confesaba que lo mejor de su vida era la gayola que se hacía bajo la mañanera ducha pensando en alguna vecinita antes de ir a la oficina, después de la cual todo iba a peor.

Después de tener novias de cierta intensidad todo en tu rutina diaria va a peor y el resto de candidatas parecen catecúmenas que se acabaran de caer del autobús que las llevaba a algún santuario cantando aquello de «yo soy una chica sencilla y bien enseñá». Cuando se la presenté a mi madre, hizo un recordatorio acerca de mi estricta educación en el Opus, de la que presumo. Pero le hice notar que la vocación del hombre redentor es sacar almas del barro. Como en una película del torturado calvinista Paul Schrader (el guionista de Taxi Driver): me atrae lo canalla por mi acreditado moralismo dieciochesco. Buscando la pureza en el pecado.

Nunca he querido encontrar novias en los confesionarios, o en las asambleas vecinales sobre el problema palestino, no como Zapatero, que cuando conoció a su esposa en la ´Uni´ dudó si declarar su amor o hacer el balance anual de una empresa ladrillera: «Quiero que juntos construyamos un proyecto de vida», dijo el expresidente. Yo con la go-gó no quería montar un balance, sino hacer una declaración de principios ante las señoronas de ambos sexos («señoronas y nada más que señoronas», es como definía Plà a los hombres respetables en provincias del bracete con sus gordas sofocadas, tan bien dibujadas por el difunto Antonio Mingote), quienes ordenaban que yo con quien me debía amartelar es con algo parecido a la madre viuda de Minnie Mouse. Aunque a mi avanzada edad estoy amortizado, aún me piden que busque a ´una decente´ (y no a una ´pelúa´) de familia rica y que lo más ameno que me plantee sea decorar el palacete con tapetes de petit point que recen: «En mi casa mando yo/ Mi mujer sólo toma las decisiones». Aún me resisto a ser señorona.