Maquiavelo vino a decir que la política es una actividad ajena a la moral, en la que los valores éticos no tienen aplicación. Y esto, sencillamente, es difícil de digerir, incluso ahora, cuando todo es tan extraño que tenemos la sensación de que nos estamos reinventando todos los días. Y en ese reinventarnos no salimos ganando como seres humanos; antes al contrario, tenemos la sensación de que vivimos en una sociedad en la que todo es posible, y todo lo hacemos posible en nombre de no se qué.

Hace unos días, el ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, justificaba, por razones humanitarias, según él, los indultos aplicados desde su departamento a condenados por corrupción. Indultos aprobados en Consejo de Ministros y que han beneficiado a dos miembros de Unió Democràtica de Catalunya: Josep Maria Servitje, exsecretario general de Trabajo en la Generalitat durante el mandato de de Jordi Pujol, que fue condenado a cuatro años y medio de cárcel por malversación de fondos públicos, y al empresario Víctor Manuel Lorenzo Acuña, también del partido que lidera Josep Antoni Duran i Lleida.

El ministro se apoyaba en razones humanitarias, sí, pero la cárcel está llena de presos con delitos que podríamos calificar de menores que tendrán que cumplir la pena íntegra porque no pertenecen a ningún partido político que fuerce ante el ministro un trato de favor. Le guste o no al señor Ruiz Gallardón —acusaba de demagogo al diputado que le interpelaba sobre este hecho, Martínez Gorriarán, de UPyD—, la sensación con la que el ciudadano se queda es que ha comenzado una despenalización —nos tememos que vendrán más— de los delitos de corrupción, con lo que esto significa de descrédito de las instituciones. Por eso hacemos nuestras las palabras de Martínez Gorriarán cuando manifestó que «demagogia es utilizar la democracia a favor de una parte de la sociedad y utilizar leyes públicas pervirtiéndolas para defender intereses privados que van contra el interés general, y éste es un caso claro y evidente de demagogia que no debería repetirse».

Como no debería tener lugar que alguien como el alcalde de Fortuna, Matías Carrillo, del PP, que está condenado por la Justicia por compra de votos —una de las peores acusaciones que se le pueden hacer a un político en un Estado plural—, continúe poniendo de relieve su talante totalitario, muy alejado de lo exigible en una democracia, para utilizar los plenos en su propio beneficio, pervirtiendo el Estado de Derecho y acomodando las intervención de la oposición a su albedrío para no dar la posibilidad de debatir nada de lo que ocurre en esa ciudad.

Su partido, el PP, debería tomar cartas en el asunto porque, si ya es grave y difícilmente justificable que un alcalde condenado por compra de votos permanezca al frente del consistorio, es incomprensible que un señor con tal tufo totalitario —carece del más mínimo respeto al Reglamento de Organización y Funcionamiento (ROF) de las Entidades Locales— pueda continuar al frente de un Ayuntamiento, aunque sólo sea por la imagen que da del pueblo. Es bueno recordar que estamos en el siglo XXI.