A pesar de que los años me van respetando, y de que los avances de la técnica no dejan que el gris tiña del todo mis sienes, la imagen que me devuelve el otro lado del espejo no soy yo. Ni hablar. Me rebelo. Esa, digo, no soy yo. Y para complacer a ese bicho refractor (sin duda, inventado por el diablo), que me vomita todos los días que ya no tengo veinte años, he tenido que bajar el dobladillo de mi falda y los centímetros de mis tacones, y abotonarme dos tramos la blusa, que antes mostraba, generosa, mi letal canalillo. Pero no le termino de complacer nunca, a ese desagradecido. Nunca le acabo de caer en gracia. Y todo es porque —en realidad— esa mujer que me mira, domesticada, contenida y amansada, no soy yo, repito. Que no. Y él lo sabe, pues lleva reflejando mi imagen desde hace décadas, y me conoce muy bien. Y, sin embargo, me someto, masoquísticamente y día tras día, a ese tirano, que me critica cuando me paso con la raya del eyeliner, o con el trazo de la comisura de mis labios. Que se ríe, si me pongo una talla menos de la que debiera, o cedo a los encantos coloristas de los atuendos primaverales. «Tonta —me dice—, si a ti lo que te va es el azul marino. ¿Se puede saber adonde vas con ese turquesa, que no hace la arruga más bella y te está matando la tonalidad del cutis?». O me espeta, cuando mejor me lo estoy pasando: «¿Por qué no te vas a dormir ya? Mañana te llegarán las ojeras a los tobillos, ¿serás idiota?». Y entonces me refreno, y me comporto, y soy buena. Y le suplico, y le ruego, como el Fausto de Goethe, que a fuerza de reprimirme, y controlarme, y cuidar mi karma, me devuelva un reflejo piadoso de mí.

Pues es a este lado del espejo, y no al otro, en el que la vida transcurre, aunque yo casi no me dé cuenta de que pasa y pasa. Es a este lado, y no al otro, donde late mi verdadero corazón. A este lado del espejo sigo siendo yo: la del espíritu idealista y ánimo imbatible; la mujer impetuosa; la amante apasionada. La de arrebatadas ideas, la generadora de controversias, la polémica, la seductora, la provocadora, la de las faldas cortas y botines de vértigo. Por la que los años no dejan su huella, por muchos que hayan de pasar. La joven a la que se le escapa una lágrima fácil en un momento conmovedor; o la niñata que profiere un grito más alto que otro, en un instante de rabia. La mujer arrebatada, a la que le importa un rábano caer bien o mal.

Y han pasado siglos, y se supone que —a fuerza de moderarme, mirando atentamente a esa mujer que evoluciona y madura al otro lado del espejo— hoy soy más sabia, más prudente, más políticamente correcta. Así debe ser, dice mi espejo, en su otra cara. Pero lo cierto es que no, contesto yo, desde este lado. Que si no fuera porque tengo que darle cuentas todos los días a ese canalla, que me vigila cuando me altero, y que reverbera traicioneramente mis excesos, llevaría unos escotes desbocados para llamar la atención de los pacíficos viandantes; me enfadaría continuamente con mi pareja para poder hacer las paces como Dios manda (y él sabe cómo); exclamaría lo que verdaderamente pienso, sólo por ver la cara de algún idiota al que no puedo soportar (por mucho que pasen los años); me lanzaría a la calle a gritarle al mundo las verdades del barquero, para que se enterasen tirios y troyanos.

Pero ya no puedo. Llevo demasiado tiempo vigilándome, o siendo vigilada por el otro lado del espejo, y tengo que tolerarme, y refrenarme, y contenerme. Y todo por seguir su consejo. Por tener que mirarlo, o que mirarme en él, y hacerle caso. A ese otro lado del espejo. A ese aguafiestas. A ese traidor.