La actualidad de nuestro país, en este enero de un año nuevo que parece viejo (es lo que tiene la repetición), puede quizá resumirse en algunos nombres propios. No me apunto con ello a corriente alguna en la que los nombres propios prevalecerían, en el relato de la Historia, sobre el nombre común o el pueblo, pero, no obstante, sí es cierto que a través de los nombres propios podemos trazar vías descriptivas de la realidad que nos envuelve.

Empezaré por Manuel Fraga, con cuyo fallecimiento enterramos al último de los hombres que colaboraron activamente en la dictadura de Franco. La sensibilidad ordinaria tiene tendencia a compadecerse de los que mueren, sea cual sea su edad o condición, como si la muerte tuviera algo de extraordinario que sólo afectara a algunos salvando al resto. Debe ser una forma más de escapar a la realidad, ya que sólo percibimos la muerte de los otros. Sin embargo, todos, también nosotros, somos mortales y la muerte no nos hace buenos ni mejores de lo que hayamos sido en vida. La muerte, por el contrario, acaba con cualquier posibilidad de redención. Porque sólo nuestros actos nos redimen de nuestros propios actos. Fraga fue cómplice voluntario y entusiasta de los crímenes de la dictadura y no lo fue sólo en un sentido metafórico, sino en el sentido real del adjetivo cómplice. Luego tuvo oportunidad de reconocer su culpa y de pedir perdón, pero nunca lo hizo. Las crónicas de su muerte han exaltado la gran deuda de este país con su enorme contribución a la Transición, cuando, en realidad, su mérito fue tomar conciencia de que no podía seguir fusilando rojos y masones a la ligera porque, muerto el dictador, había muerto la dictadura. Tuvo un papel importante, en la Transición, sí, el de asegurar la impunidad para él y para los que habían participado en los crímenes del régimen. Por ello, la tan cacareada ´derecha civilizada´ que él fundó no ha tenido, en ningún momento, necesidad de llamar a la dictadura por su nombre y ha podido construir un hipócrita discurso de la equivalencia en el que las culpas del pasado se reparten por igual entre los bandos nacional y republicano.

De aquellos polvos vienen estos lodos. Lodos que hacen posible sentar a un juez, Baltasar Garzón, en el banquillo de los acusados porque, en resumen, no ha respetado la ley tácita del silencio, del olvido y de la impunidad acordada en la Transición. Esa ley no escrita y fielmente acatada por el que ha sido, ilusoriamente, el partido de la esperanza para los demócratas vencidos y humillados durante la dictadura, el PSOE, ha permitido y fomentado la falta de sentido cívico, los abusos de poder, el clientelismo político, la corrupción y el despilfarro hasta convertir a este país (que, para mayor escarnio, es un reino) en una grotesca parodia de la democracia.

Sólo en una parodia de la democracia puede darse un espectáculo como el del caso Urdangarin en el que, se pongan como se pongan, queda reflejado el espíritu de la monarquía. Un sistema monárquico implica privilegios para una gente que tiene ínfulas de superioridad que, en casos como el nuestro, se ven reconocidas por la legalidad. Nuestra monarquía se la inventó Franco para dejar ´atado y bien atado´ su régimen. Esa dudosa legalidad fue, más tarde, legitimada por el apoyo de la mayoría a la Constitución. Pero la Constitución, resultado de la Sagrada Transición, fue como las lentejas (si las quieres las comes y si no las dejas), un trágala al que la gente de izquierdas no tuvo más remedio que decir amén. Nadie lo diría hoy, visto el entusiasmo desmedido con que algunos la defienden. Pero así fueron las cosas. Y así son. En resumen, la monarquía es un buen negocio para los que viven de ella. Más para los listos que para los tontos.

Dos nombres propios más, Rubalcaba y Chacón. Si yo estuviera aún en esa cosa que es el PSOE y tuviera que elegir entre los dos candidatos, me decantaría por Chacón. No es que me entusiasme porque, en realidad, es un producto más de serie de la fábrica PSOE (con tocado de barretina), de esos que repiten continuamente «no es el momento», pero está menos deteriorada por el uso que Rubalcaba. De todas formas, por respeto a los que hemos confiado alguna vez en ellos, deberían dar menos importancia a los nombres propios de los candidatos y centrarse en el nombre propio PSOE. A ver si se enteran de una vez qué quiere decir Partido Socialista (lo de Obrero y Español lo pueden dejar ´para otro momento´).