La histeria colectiva es un misterioso comportamiento humano que me fascina sobremanera. Es la Navidad una de las mejores épocas con las que cuentan los estudiosos de la interacción humana para encontrar centenares de ejemplos con los que documentar esta irracional manera de dejarse llevar por los instintos de la masa.

Lo sé, éste parece uno de esos artículo míos de trascendencia insoportable, pero si el lector aguanta una línea más, flipará como lo hago yo, y sin medicación de sustancias estupefacientes.

Verán, desde mi punto de vista, no hay diferencia alguna entre el espíritu navideño que nos posee en cuanto Ferrero Roché vuelve a comercializar sus bombones y los llantos masivos e histéricos de los súbditos norcoreanos por la muerte del dedo pulgar que los ha estado aplastando durante diecisiete años, el pequeño Kim Jong-Il.

Ambos comportamientos son difíciles de entender. El de los ciudadanos de Corea del Norte, por una parte, porque tan tremendas muestras físicas (que seguro que mentales ya serán menos) de dolor, como si en ese momento se fuesen a morir ellos mismos, no se entienden ni se merece quien ha reprimido cualquier tipo de pensamiento, movimiento, átomo de individualidad con una crueldad extrema. Sólo lo entendería si los llantos se debieran a la toma del trono por parte del hijo, la astilla que seguro tienen todos ya clavada en el cerebro. Aunque si lo piensan, es la misma actitud que la de una mujer maltratada que insiste en convivir con su torturador. Para rematar, la fecha del entierro del cabroncete: los Santos Inocentes... menuda guasa que tienen estos orientales.

El navideño, por otro lado, porque ves a muchísima gente que durante todo el año ha pasado por tu lado sin mirarte, ni siquiera cuando te da un codazo al reclamar un espacio de la vía pública que cree suyo en exclusiva; que no se ha acordado en absoluto de que hay gente que lo pasa verdaderamente mal en su mismo bloque, que no llega a fin de mes, que no puede darse ni un caprichito en forma de pincho y caña; que tampoco le importa saber que su casa pertenece a un edificio plantado en una ciudad que forma parte de uno de los casi doscientos países del mundo al que podría aportar un significativo granito de arena. Pero es encender las luces de la Gran Vía y todos a donar comida, apuntarse a Acnur, poner unos céntimos en los vasos de plástico que sostienen a personas en la calle... pero sólo mientras siga el Belén expuesto, luego cada uno a lo suyo. Es lo que pasa con los falsos espíritus, que se les acaba la pila enseguida de tanto que jugamos con ellos.

Y cambiando de tercio, el Rey puede decir lo que le salga de la corona, pues si no protestamos por los ocho millones que le pagamos con nuestros impuestos cada año, qué coño hacemos criticando lo que relee delante de las cámaras.