Desde el mismo nacimiento de internet, una corriente de opinión acogió el nuevo fenómeno como la gran fuerza liberadora y democratizadora que transformaría radicalmente la sociedad, haciéndonos a todos más libres y poniendo fin a los Gobiernos opresores, y otros vieron en la nueva tecnología una tremenda y potencial forma de control, vigilancia, censura y propaganda a gran escala y recordaron que toda nueva tecnología que ha emergido en la última centuria ha sido acogida con el mismo entusiasmo con que se acogió a internet y que pronto se ha visto cómo los Gobiernos opresores aprendían a usarla en beneficio propio.

El paso del tiempo ha dado y ha quitado a las dos posturas parte de la razón: internet ha ayudado a que algunas comunidades ciudadanas bajo un férreo control gubernamental canalizaran a gran escala su malestar, sirviendo de vehículo de expresión y protesta, y ayudando a que la onda expansiva de la revuelta fuera mucho mayor (ahí están las llamadas twitterrevoluciones), pero también se ha comprobado que no erraban del todo quienes temían un internet como gran herramienta de control y vigilancia (ahí están los ejemplos de persecución y vigilancia en internet a disidentes, o casos como el Green Dam chino).

En el fondo, como demuestran estos casos, internet ha ofrecido la posibilidad de que fuera usado en una u otra dirección. Hasta ahí, nada nuevo. Toda tecnología novedosa, al irrumpir en la sociedad, ha pasado por un proceso similar. La pregunta que algunos analistas de la nueva cultura digital llevan tiempo realizándose es si a la luz de esta evolución, la importancia social de internet, probablemente con mayores posibilidades que otras tecnologías, y su desviación sobre el objetivo inicial (no se concibió para reforzar la censura o perseguir a los disidentes, ni para que la información llegara filtrada por las empresas de servicios) es conveniente de alguna manera acometer una regulación para potenciar los efectos positivos y minimizar los negativos.

Si hace unos meses, precisamente uno de los padres de la web, Tim Berners-Lee, ya advertía en Scientific American del paulatino control que sobre internet ejercen empresas proveedoras de servicios y Gobiernos y llamaba a la sociedad a no permitirlo, hace unos días era el investigador Evgeny Morozov, (quien ya desarrolló en su libro The Net Desilusion la idea de acometer una ´regulación inteligente´ para encaminar la tecnología hacia usos más respetuosos con los ciudadanos), el que aseveraba en un artículo publicado en la revista Slate que cada día se están asentando más planteamientos como el de Facebook y otras empresas, que imponen por intereses particulares usos disonantes con el fin original de descentralización y libertad que tenía internet, aunque con ello fortalezcan algunas autocracias.

Morozov, en este caso, centraba la cuestión en el panorama reinante en la Red, cada vez más enfocado al consumismo que han auspiciado las grandes empresas de servicios, obligando incluso a salir del anonimato a disidentes perseguidos, movidos por el afán de poder usar los datos personales o incluso el comportamiento en la Red de cualquier ciudadano con fines mercantilistas, o envolverlos en una burbuja que los aleja de la realidad y los alienta a consumir lo que ellos le ofrecen (idea desarrollada por Eli Pariser en The Filter Bubble). En definitiva, la renuncia a la privacidad como nueva moneda de pago; la falsa creencia de que algo es gratuito cuando con lo que se está pagando en realidad es con la renuncia a la privacidad, sobre la que se pierde inmediatamente el control.

Este panorama, «en el que todas nuestras actividades son observadas, grabadas y analizadas con la intención de predecir nuestro futuro comportamiento», indica Morozov, «es intolerable». Internet es «un paraíso para los consumidores y un infierno para los ciudadanos», sentenciaba y se preguntaba si queremos que se preserve la privacidad para ayudar a los disidentes o queremos eliminarla para que las corporaciones dejen de estar preocupadas por los ciberataques, o si, en otro ejemplo, queremos realmente construir una nueva infraestructura de vigilancia (esperando que nos ofrezca una más acertada sugerencia a la hora de comprar) aunque de ella puedan abusar Gobiernos hambrientos de datos. Sostenía Morozov que ha llegado el momento de que los ciudadanos articulen una visión para construir un internet cívico que pueda competir con esa visión corporativista dominante.

Más allá de esta ´regulación inteligente´, probablemente necesaria pero aún complicada de articular en ese amplio sentido cívico (¿quién, cómo, sobre qué jurisdicción? ¿Con qué garantías y efectos?) y no restringido exclusivamente a un uso delictivo de la Red, ya regulado con mayor o menor fortuna, hay un camino que se va abriendo paso, y es el de la conciencia individual o colectiva para no aceptar o participar en aquello que va en detrimento de un internet cívico, que va en contra del derecho a la privacidad o impide acceder a la información libremente. Apostar, en definitiva, como aseguraba Tim Wu, autor de otro libro sobre el uso que puede hacerse de la tecnología en general y de internet en particular (The Master Switch), por cultivar una ética acorde con la relevancia de la información en nuestras vidas, y no hacer uso de servicios ofrecidos por empresas con tecnologías restrictivas cuyo fin es manejar el comportamiento de los ciudadanos y traficar con él o forzarlas a que acepten unas reglas de juego más respetuosas con los ciudadanos.

Un paso importante para decidir, como argumenta Morozov, si queremos que internet sea un centro comercial privado o una plaza pública; un paso no sólo importante, sino tal vez necesario, para evitar que se cumpla el triste vaticinio del ensayista cubano Hernández Busto, quien aseguraba no hace mucho que «es posible que internet, como modelo de libertad, esté llegando a su fin».