El mismo comportamiento histérico que nos hizo años atrás consumir como locos y endeudarnos hasta las cejas, con la inestimable ayuda de nuestros bancos y cajas que estaban deseando prestarnos lo que sea para lo que sea, es el que ahora estamos adoptando para hacer justo todo lo contrario, es decir, no gastar ni en pipas. Lo que nosotros estamos haciendo en nuestras casas, que los que saben de esto, ¿seguro?, llaman microeconomía, se hace también a escala planetaria en lo que los mismos que no tienen ni idea de como salir de este entuerto llaman macroeconomía. Y ni lo de antes era racional ni lo de ahora parece conducirnos a otro sitio que no sea a otra recesión, más paro y más desigualdad social. Así que ya va siendo hora de que los que se supone que hemos elegido para hacer política, tanto aquí como en otros países, oigan a los que se supone que tienen que servir y empiecen a tomar medidas para reconducir la situación, empezando por poner en cintura a esos inmensos flujos de capital que se mueven a sus anchas de un sitio a otro provocando huracanes financieros y tempestades económicas y dejando a su paso miseria y desolación. No se trata de arrasar con todo el sistema capitalista, puesto que no tenemos de momento otro mejor, se trata de establecer cauces, reglas, plazos suficientemente amplios que impidan el sinsentido de forzar a un país a establecer un plan de ajuste tan tremendo que su economía se paraliza y en consecuencia no le es posible afrontar ninguno de sus compromisos de pago, con lo que todos sus esfuerzos y sacrificios se quedan en nada. Las manifestaciones de la pasada semana por todo el mundo son una llamada de atención para que retomemos el camino de la sensatez puesto que es imposible que la economía funcione, por muy avanzada y globalizada que sea, sin su elemento fundamental: las personas, y cada vez más se están quedando fuera.