Puede resultar difícil encontrar un año más complicado para afrontar el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza. Si bien la pobreza existe asociada al género humano desde tiempos inmemoriales, las cifras actuales de miseria en el mundo superan todos los límites sociales y éticos.

En la Cumbre del Milenio, los jefes de Estado y de Gobierno se comprometieron a reducir entre 1990 y 2015, el porcentaje de las personas que viven en la indigencia, de aquellos cuyos ingresos son inferiores a un dólar diario.

Lejos de conseguir estos resultados, las caras de la pobreza se multiplican y se extienden desde las mujeres, sin las que no se puede alcanzar la victoria en la lucha contra la pobreza, hasta los niños, expuestos a la desnutrición, la enfermedad, la falta de oportunidades o el bajo acceso a la educación, que los hace más vulnerables para vivir en situaciones de pobreza; pasando por los jóvenes, los discapacitados, los ancianos, los indígenas, los inmigrantes y los refugiados, aquellos a los que el ´progreso´ ha empujado hacia la periferia y que se han convertido en población desfavorecida y marginada.

Sería precisamente en estos sectores de población donde se deberían concentrar fundamentalmente los esfuerzos para erradicar la pobreza, implementando medidas para erradicarla y construir un futuro sostenible para todos, garantizando que se incluya a las personas que viven en la pobreza en los procesos de adopción de decisiones y que se adopten medidas concretas para responder a sus necesidades y demandas.

La propia ONU a firma que «cualquiera que sea su manifestación, la exclusión social que acompaña a la pobreza constituye al mismo tiempo una violación de la dignidad humana y una amenaza contra la propia vida».

Factores como la salud, la educación, la vivienda o el empleo son la clave de la normalización y se configuran como factores importantes

determinantes de la pobreza y generadores de la ella.

Los efectos del cambio climático, el deterioro del medio ambiente así como la limitación en el acceso a servicios asequibles de energías no contaminantes afectan de manera desproporcionada a los países menos desarrollados del mundo. Las consecuencias previstas para los países más pobres se prevén desastrosas por los efectos del cambio climático sobre el PIB mundial y por el daño que este fenómeno causa a todas aquellas iniciativas destinadas a combatir la pobreza y a mejorar la calidad de vida de los más pobres.

No solo hay que lamentar pérdidas de vidas humanas o el empeoramiento de sus condiciones de vida, sino los daños al aparato productivo que ocasiona grandes retrocesos económicos, traduciéndose en un gran empeoramiento del desarrollo humano, que como consecuencia traerá

más miseria y pobreza.

Para gran parte de la población mundial supone un privilegio continuar estudiando después de los 12 años de edad y millones de niños en todo el planeta no tienen acceso a la educación básica y elemental, imprescindible para intentar salir del círculo de la pobreza crónica y extrema, más aún cuando las predicciones apuntan a que para el año 2025, de los jóvenes y niños menores de 15 años que vivirán en el mundo, 88% vivirá en los países en desarrollo.

En la era de la globalización es evidente que la creación de estrategias de lucha contra la pobreza extrema es un asunto de máxima prioridad, pero la desesperanza es el sentimiento que sienten millones de personas en este mundo al observar la falta de escrúpulos políticos a nivel mundial, que no solo no tienen iniciativas para mejorar la situación ni para cumplir los utópicos objetivos del milenio, sino que además, hunden más en la miseria a la población, condenándola a la precariedad más extrema.

Las políticas neoliberales han demostrado no ser la solución al dramático problema de la miseria y del hambre. Es el momento de plantear soluciones alternativas por la izquierda que sean respetuosas con la dignidad humana y que no estén sometidas a los dictados del capital, algo imprescindible en los tiempos que corren.