Tras la hecatombe electoral sufrida por el socialismo el pasado 22 de mayo y mientras en el Congreso de los Diputados se representaba el anual grandes éxitos de la bronca política, se alzan voces que reclaman una vez más la unidad de la izquierda para hacer frente al imparable avance de los conservadores y, por otro lado, atender las cada vez más insistentes demandas de la sociedad por lograr una mejora del estado del bienestar.

Si bien es cierto que esta propuesta huele a rancio no tanto por su redundancia como por quienes la promueven, no lo es menos que se produce en un momento y en un escenario inédito que la dota de un valor nuevo que conviene tener en cuenta. No es la primera vez y probablemente no será la última en la que significadas personalidades del mundo artístico, académico y profesional demandan un entendimiento de los partidos de izquierda en España para estructurar una oferta política coherente que haga frente a los envites del neoliberalismo. Pero sea por que esas periódicas iniciativas se producen siempre que el socialismo entra en depresión, y que además provengan de quienes no hace ni cuatro años celebraban la victoria del PSOE saltando alborozados al lado de su líder, contribuye a sembrar entre la opinión pública una irreprimible sospecha de oportunismo farisaico al expresar una intencionalidad poco disimulada de trasladar a los otros actores de la izquierda la responsabilidad de un obligatorio rescate del partido hegemónico. Y más cuando la propuesta adolece de la concreción precisa para inducir siquiera al debate, sumergiéndose en una retórica que lejos de ocultarlas evidencia las cautelas de quienes, cautivos de los poderes públicos, saben que su estabilidad depende ahora de gestores poco afines a sus posiciones ideológicas.

Reservas aparte, lo interesante de esta vieja aspiración es que esta vez se conjugan las condiciones para darle un impulso extraordinario. En primer lugar hay una razón poderosa que exige decisiones audaces, tal es el enorme poder territorial que ha obtenido la derecha tras las elecciones. Un poder que puede completarse si, como todas las encuestas indican, el PP obtiene la victoria en las generales y se hace a la vez con el control de la única autonomía que sigue en manos del PSOE, Andalucía. El escenario que surgiría de ese proceso colocaría al Estado bajo un modelo de partido único, al poseer la derecha todo el control territorial, incluidos Cataluña y el País Vasco en donde su ascendente sobre los partidos gobernantes es inexcusable, produciéndose así una insólita ruptura del equilibrio al quedar el PSOE sin prácticamente cuota de poder institucional, a excepción de su participación en el Gobierno de Canarias.

La segunda razón que invita al entendimiento de la izquierda no es menos poderosa, en tanto que procede de la ciudadanía, auténtico factótum de la democracia, que reclama una mayor participación en la gestión pública y un cambio radical del actual sistema de convivencia. Los acontecimientos sucedidos en las últimas semanas han revelado un fenómeno social nada caprichoso que, poco a poco, adquiere un protagonismo que va más allá de las acciones populares para convertirse en una corriente de pensamiento de clara inclinación progresista, pues ninguno de sus postulados se entiende fuera de ese ideario, por mucho que algunos líderes conservadores se atrevan a coquetear con ellos más por astucia que convicción. Es, por tanto, la izquierda la que debe convertirse en la interlocutora natural de ese movimiento, atendiendo sus demandas en la medida que las normas de la dependencia global lo permitan y respetando su independencia. Sólo así se conseguirá esa imprescindible masa social que permita cohesionar un programa común.

Ahora es el turno de la política. Frente a esas razones la izquierda ha de asumir el reto con amplitud de miras, conscientes de que el proceso exigirá sacrificios y renuncias. A falta de una ley electoral más adecuada a la estructura de partidos que rige en España, es lógico pensar que los actores de este encuentro han de ser socialistas, comunistas y ecologistas, al ser las tres opciones con más predicamento y mejor estructura orgánica. Los puntos de partida también parecen claros: las demandas sociales de la ciudadanía y el escenario geopolítico en el que se encuadra España. Conciliar las necesidades reales de los españoles y las exigencias impuestas por el contexto institucional al que pertenece el Estado es el principal desafío. No es posible elaborar un programa sin tener en cuenta las normas impuestas por las instituciones globales a las que pertenece el país. Pero sí es conveniente mantener una identidad propia arbitrando políticas audaces que alivien la presión de los mercados, mediante un mejor aprovechamiento de los recursos propios y una más eficiente administración del territorio. Eso se llama visión de

Estado.

El entendimiento entre los partidos de la izquierda pasa indispensablemente tanto por la concreción de un programa que recoja lo que de común tienen los diferentes enfoques ideológicos, como por una reorganización de sus estructuras orgánicas, a fin de que el reparto de funciones y responsabilidades sea lo más equitativo posible. No es posible que haya un partido hegemónico que se valga del apoyo de los minoritarios e imponga un ideario al que se deben supeditar. Un modelo como el italiano, en el que los partidos que forman el polo de izquierdas mantienen su naturaleza pero contribuyen a un programa común sería un buen punto de partida. Se trata de elaborar una nueva oferta política que atraiga al ciudadano y le proporcione la confianza en que se cumplirá si obtiene su apoyo. Es un gesto de generosidad y, a la vez, de pragmatismo que puede devolver a la izquierda el reconocimiento de la ciudadanía.

La unidad de la izquierda es posible y ahora más que nunca. Solo queda por ver si los partidos son capaces de pensar en el interés general más que en sus ambiciones y dar un paso histórico.