Que los alemanes son —por norma general— más tercos que una mula, es de sobra conocido en el mundo entero. A veces los tópicos funcionan a la perfección. Estos días, con la famosa crisis del pepino, los alemanes han vuelto a poner de manifiesto que es más fácil esperar que una montaña se mueva de sitio que un alemán cambie de opinión. Uno puede llegar a comprender que, en la urgencia del inicio de la crisis médica, el Gobierno alemán se precipitara al poner en cuarentena al pepino español. Lo importante era controlar el posible contagio. Sin embargo, una vez demostrada su inocencia, deberían haberse precipitado del mismo modo para manifestar ante la opinión pública su error y pedir disculpas. Y, una vez asumido el error, reparar el daño económico y el desprestigio que ha sufrido nuestra agricultura. Sin embargo, no solo no han pedido disculpas sino que se niegan a reconocer su error y asumir su responsabilidad.

No creo, a priori, que existan intereses económicos detrás de toda esta crisis por parte de Alemania, aunque a la postre haya beneficiado a otros países exportadores de frutas y verduras y algunos Gobiernos hayan aprovechado el caos para desprestigiar a nuestra agricultura con absoluta intencionalidad. Sin embargo, sí tengo más o menos claro que la situación hubiese sido muy distinta si nos llamásemos Francia o EEUU. Es más; si hubiese sido nuestro Gobierno el que hubiera cometido tal error, estaríamos lamiendo el culo de los alemanes durante décadas. Incluso, dado el carácter pusilánime de nuestro Gobierno, puedo imaginar a Zapatero, sumiso y temeroso, pidiendo disculpas a Angela Merkel por las pintadas de boicot en los supermercados alemanes.

Y es que da la sensación de que en Europa no se nos respeta. Tal vez sea una impresión equivocada, pero es una impresión que me surge cada vez que oigo cómo el público francés de Roland Garros anima a todos los tenistas menos a Nadal, o la misma sensación que tengo cuando ningún país nos da puntos en Eurovisión o la misma sensación que tengo cuando viajo al extranjero y pregunto por la imagen que la gente tiene de nuestro país. Y esa imagen que mostramos como nación es la de un país barato, con una legislación muy laxa donde es fácil ir de putas, beber alcohol, encontrar drogas y follar en las discotecas. Muchos franceses, alemanes e ingleses atraviesan la frontera española con tales fines, y se organizan vuelos a España para celebrar en nuestro territorio despedidas de solteras o finales de curso desmadrados. Aquí los tópicos también funcionan.

En el plano político, España es un país que no infunde confianza. Ni siquiera tenemos una imagen homogénea como país. Desde hace años, nuestra identidad como nación ha desaparecido, y no existe ninguna simbología común que nos unifique. Ante el resto de naciones damos la imagen de un país acomplejado, amedrentado y cobarde, un país que hace el ridículo en sus crisis políticas, como la del Alakrana o la de Perejil, que se doblega al idioma inglés —cuando nuestra lengua es la tercera más hablada en el mundo—, excesivamente blando en las relaciones exteriores y que ni siquiera ha sabido mantener buenas relaciones con los países que en un pasado fueron suyos, como los

latinoamericanas.

Por eso, uno tiene la sensación de que esta pérdida económica tan brutal que está sufriendo la agricultura española es el fruto de la pérdida de prestigio internacional que sufrimos causada por las actitudes timoratas de nuestros Gobiernos cobardes.