En el 2008 Islandia era el sexto país más rico del mundo; sus infraestructuras eran inmejorables, sus sistemas educativo y sanitario eran casi perfectos, sus bancos nacionales ganaban grandes fortunas y sus habitantes, animados por ese chorreo de dinero, gastaban más de lo que tenían.

Sin embargo, en octubre de 2008, Islandia sufrió un colapso; su sistema financiero se vino abajo y el gobierno se vio obligado a nacionalizar a los tres principales bancos del país y a solicitar una ayuda al FMI de unos 2.100 millones de dólares. A cambio, cómo no, el FMI les obligó a realizar rigurosos ajustes; subidas de impuestos y recortes salariales y sociales. Lo de siempre. El caso es que para salvar la situación y pagar la deuda contraída el gobierno intentó gravar con un 5,5% el sueldo de los islandeses, lo que suponía unos 100 euros al mes durante ocho años por cada ciudadano. Cualquiera podría pensar que cien euros no son para tanto, pero los islandeses entendieron con bastante lógica que los ciudadanos no debían pagar con su sueldo los errores de otros, y un 93% de los islandeses se negó a pagar. En su lugar, los islandeses salieron a la calle a protestar, y eso que allí hace un frío del carajo.

Sus políticos recibían andanadas de huevos cuando llegaban al edificio gubernamental y los banqueros eran increpados por sus conciudadanos allá donde estuviesen. Al final, las protestas hicieron caer al Gobierno y los habitantes de la isla se lanzaron incluso a generar una nueva constitución. Gracias a sus protestas, el Gobierno actual dejó quebrar a sus bancos e inició una investigación para dirimir jurídicamente las responsabilidades de la crisis, enviándose órdenes de detención a Interpol contra 9 banqueros.

Cuando una persona se hipoteca para comprar una casa, un coche y una televisión de plasma de 1000 pulgadas que superan las posibilidades de su sueldo, se entiende que luego, ante un revés, no puede cargar al resto de la sociedad con el pago de unas deudas contraídas por su mala gestión. Del mismo modo, se entiende que cuando un consejo de banqueros lleva a la ruina a su banco, el resto de la sociedad no puede ser penalizada para pagar sus deudas. De igual modo, cuando un médico se deja unas tijeras en el estómago de un paciente causándole la muerte, su negligencia le acarrea unas consecuencias. Por tanto, cuando un político lleva a la muerte a su país o a una comunidad autónoma, también se entiende que deberían existir ciertas consecuencias. A fin de cuentas, esos principios de igualdad son la base fundamental de una verdadera democracia.

En nuestro país, en cambio, aún pensamos ingenuamente que esto de la política es un problema de izquierdas o derechas; aún defendemos las bajadas de sueldos de aquellos funcionarios que luego se juegan la vida para rescatar a las personas víctimas de un terremoto; aún creemos que el triunfador es aquel que sin estudios llega a ser rico a base de chanchullos en un par de años. Y es que todavía somos un pueblo socialmente ignorante, que creemos que en nuestro país se vive de puta madre porque hace sol, aunque luego no nos alcance el sueldo —por culpa de otros— ni para pagarnos una cerveza. En definitiva, que nuestra incultura social sigue y seguirá propiciando que el ejercicio democrático de nuestra exasperante clase política siga basándose en el reparto de las miserias y la individualización de la riqueza.