Era el último día del viaje. Mirando el poderoso torrente de Niágara desde su frontera canadiense, el sol salió, por fin, dibujando un arco iridiscente sobre las cataratas, y una lágrima de emoción resbaló por mis mejillas. Todo había valido la pena para llegar hasta allí. El viaje en el papel había sido trazado amorosa, perfecta y cuidadosamente. ¡Teníamos tantas ganas de vernos! Pero el Universo tiende hacia el caos, y una maleta extraviada en el aeropuerto, un pasaporte traspapelado y una infección de garganta sin importancia habían convertido la ilusión de muchos meses en una verdadera lucha contra los elementos.

Todo había empezado en O'Hare, el aeropuerto de Chicago. Miré la cinta transportadora de equipajes con la angustia premonitoria que me acompaña siempre que tomo un vuelo de conexión. Esta vez era verdad. Me lo confirmó una guarda gordita y casposilla del aeropuerto: mi maleta se había quedado en Madrid. Le expliqué que no, que no podía mandármela a ninguna dirección porque salíamos en coche hacia Toronto casi de inmediato. Entonces tendríamos que esperar al avión del próximo día, me dijo, y recogerla en el mismo aeropuerto. Pronto remontamos la desilusión: teníamos tiempo, podíamos flexibilizar nuestro itinerario. Y, casi sin darnos cuenta, al día siguiente habíamos recogido el maldito bulto y nos hallábamos rumbo a la ruta del acero, por Detroit, Toledo y Cleveland, ciudades emblemáticas de la industria automovilística de ayer, hoy sólo reflejo de un pasado mejor.

Sin embargo, uno de los principios de la Física, el de la entropía, enuncia que el Universo tiende al máximo desorden y a la mínima energía. En otras palabras, estamos –lo percibamos o no– sempiternamente en manos del caos. Y así, al intentar pasar la frontera canadiense, otro obstáculo se interpuso en nuestro camino: de los cuatro pasaportes sólo había tres. Las prisas de última hora, el estrés de la maldita maleta, un documento que se desliza imperceptiblemente en un cajón: de nuevo, el desorden. Mientras las autoridades canadienses nos invitaban amablemente a abandonar el país, asimilábamos horrorizados e incrédulos que no éramos los viajeros avezados que nos habíamos sentido al trazar nuestro aventurero itinerario. Estábamos siendo exquisitamente deportados, y el soñado viaje se hacía trizas delante de nosotros. Y, de nuevo, decidimos aplicar la máxima energía al máximo desorden: sentados en un cutre bar de Puerto Hurón, que divide Michigan de Ontario y Estados Unidos de Canadá, dibujamos otro derrotero para llegar a nuestro destino. Un alma caritativa nos enviaría el pasaporte a un punto indicado, haríamos unas cuantas –bastantes– millas más. Dispuestos a no arredrarnos, firme el ánimo y decidido el semblante, nos adentramos de nuevo en la América profunda y arribamos a la Niágara cateta y vacacional del lado estadounidense. Y el pasaporte llegó, finalmente, a nuestras manos.

Pero el caos se había empeñado en ser nuestro compañero de viaje, y los días lluviosos y cruelmente fríos hicieron que uno de nosotros cayera enfermo de la garganta. Algo simple en España, donde la amoxicilina se sirve en las farmacias como el café en los bares, donde entrar por urgencias no vale más de mil dólares. Vagando por ciudades sin sentido, las anginas de mi hijo del tamaño de bolas de Navidad, dimos con lo que allí se llama –irónicamente– un centro de atención inmediata. Costó unos cientos de dólares, interminables horas de preguntas, reconocimientos y cultivos para encontrar un supuesto estreptococo, y varias excursiones a la farmacia, donde comprobamos, atónitos, que el brebaje en América se prepara a mano. Pero lo habíamos conseguido de nuevo: el ansiado antibiótico estaba en nuestro poder, y las pastillitas naranjas se nos antojaban el elixir mágico de los druidas. Con el enfermo convenientemente dopado y adecuadamente documentados, la frontera canadiense abrió, generosamente esta vez, sus puertas a unos viajeros un tanto alienados, pero triunfantes. Toronto esperaba, como máximo premio al esfuerzo y la testarudez. Y los días fluyeron sorprendentemente deliciosos, tras el desastre, como los campos agradecen la torrencialidad de la lluvia.

Por eso, ese día, mirando el poderío de la naturaleza en la herradura que hace el inmenso caudal de la Niágara canadiense –tan bello, tan increíblemente salvaje– pensé en este Universo siempre sorprendente, siempre inesperado, a veces veleidoso y cruel. Reflexioné cómo, tanto en los viajes como en la vida, sólo la aplicación del máximo esfuerzo contra el caos nos hace medirnos: como individuos, como colectivo. Y descubrí lo humildes que nos pueden hacer la naturaleza y el destino, y lo mucho que habíamos aprendido, estos impenitentes viajeros, de nuestra entrópica travesía.