Lo confieso: sufro de wanderlust. Esto no es una enfermedad rara, sino la forma en que los anglohablantes definen la pasión por ver el mundo. Y en esa pasión distingo entre dos tipos de viaje. Los más ostensibles son mis viajes exteriores, diríamos, donde lo más relevante, o perceptible, es el desplazamiento físico, con todo lo que eso conlleva: la elección del destino, la preparación del trayecto, la recogida de datos sobre la visita, los billetes, los equipajes. Si en esos viajes soy yo la que dirige el cotarro, me toca —naturalmente— preparar todos los detalles, y hasta los más nimios: desde la compra y estudio de guías turísticas y la búsqueda de cosas hermosas o interesantes que visitar, hasta la existencia de wi-fi para dejar contento al personal que me acompaña, que en estos casos suele ser mi familia.

En otro tipo de viajes, también exteriores —por el contrario— no tengo que estar tan en vilo, porque no voy, sino que me llevan: son viajes organizados por otros, o viajes con amigos, en los que hago todo lo posible para escurrir el bulto a la hora de hacer planes preparatorios, y donde lo único importante para mí es localizar mi pasaporte y prepararme la bolsa de aseo con mis cremas. Estos viajes son, empero, de índole muy extrovertida también, porque voy pendiente de mis acompañantes, comentando los sitios, negociando con ellos los restaurantes y los tiempos. No estoy dentro de mí y de mi experiencia del viaje, sino de lo que me rodea. Y me dedico a pasármelo chachi.

Y luego están mis viajes interiores. No, no me refiero aquí a exámenes de conciencia o a experiencias astrales, sino a viajes reales. Es que —debido a mi trabajo y a mi inclinación— he viajado mucho en solitario, y cuando no me han llamado, ya me las he arreglado yo para buscarme un hueco y hacerme necesaria por dondequiera. Así que lo que yo llamo mis viajes interiores son —básicamente— aquellos en los que voy sola, y en los que la conciencia del sitio y el recorrido los vivo sólo conmigo. Son viajes, además, mucho más difíciles de comenzar, porque no son de placer, exactamente, y cuesta arrancar y organizarlos. Fascinan y aterrorizan, a un tiempo. Porque implican meterse en camisa de once varas, dejar la rutina laboral de todos los días, y coger camino y manta por el país o por ultramar. Pero mi estrella es errante, y sé que mi alma está hecha para transitar las rutas de este mundo. Ya digo, padezco de wanderlust. Por eso, si estoy sedentaria un tiempo, me come la impaciencia y siento que mis propias raíces me empiezan a ahogar, con lo que —tarde o temprano— me veo cogiendo otro tren más, uno o varios aviones, algún que otro autobús.

Por supuesto, como se trata de desplazamientos reales, mis viajes interiores implican también un recorrido necesariamente físico, pero éste no es lo importante. Tampoco importan los hitos turísticos, ni el interés que la ciudad pueda tener para otros. A excepción de las necesidades comunicativas que conlleva el trabajo que desempeño en ellos (a veces agotador y estresante, por no formar parte de mi quehacer diario) mis viajes me sumen en un profundo monólogo interior, sólo interrumpido por breves intercambios con taxistas, recepcionistas, camareros de bares o restaurantes. De esta manera, mi trayecto se convierte en un careo conmigo misma, en un reto en el que no puedo bajar la guardia, en el que no puedo dejarme llevar por nadie, ni despistarme mucho.

Todo eso me obliga a conocerme mejor y saber hasta dónde quiero y puedo llegar. Porque —pese a mi natural extrovertido y comunicativo— en mis viajes interiores escasamente entablo conversaciones con desconocidos. Deambulando las calles, absorbiendo olores, colores e imágenes, curioseando detalles que a otros les pasarían —quizá— desapercibidos, mi viaje interior es aquél en que consigo tomar un sitio, hacerlo mío, que nada de él me sea ajeno. Es construir mi hogar en lo nuevo. Para eso me es necesario no tener miedo, ni sentirme sola, sino mantener el control de mí en mi travesía, evitando los zarpazos de la nostalgia, que a veces son ineludibles y necesarios.

Siendo así, estas incursiones, de cierta manera, introspectivas y melancólicas —a más de ciertamente solitarias— alguien se preguntará el porqué de emprenderlas, en primer lugar. Yo misma me torturo por eso —a veces furiosa conmigo— al principio de mi periplo. Y siempre, de nuevo, encuentro la respuesta. Es que ya no podría pasar sin esos viajes míos. Sin el componente de conquista que supone inventar en ellos los días, llenar de contenido los silencios, enfrentarme a experiencias nuevas, y mirar, a lo lejos, la realidad con la perspectiva que sólo da el alejamiento, la soledad buscada. Para valorar, a la vuelta, todo lo bueno que mi vida de todos los días me ofrece. Y apaciguar —aunque sea sólo por un momento— mi voraz wanderlust.