lguien debería explicar por qué internet funciona como un instrumento revolucionario infalible en Túnez o El Cairo, pero no en Teherán, donde dos años de protestas convocadas electrónicamente no han derrocado la apolillada dictadura de los ayatolás. El arma global debería actuar sin particularidades geográficas, máxime cuando la penetración de las redes sociales supera ampliamente en Irán a su impacto en los países que han cambiado de régimen. De hecho, Ahmadinejad fue el primer jefe de Estado del planeta en poseer un blog propio, circunstancia que no afectó el crédito de esta variante de difusión del ego.

Si poner en duda la pureza virginal de Google/Facebook/Twitter no fuera un crimen, cabría considerar la perversidad de que las fotografías de las revueltas iraníes, propagadas a través de esas empresas, fueron utilizadas por el Gobierno de Teherán para identificar y encarcelar a los rebeldes. Por supuesto, con la colaboración inestimable de quienes suministraron los datos a las autoridades, siempre a través de internet. La cooperación con las dictaduras a cargo de internautas no ha recibido una atención tan exuberante como su condición de salvadores del planeta.

Tampoco abundan los artículos donde se reproche a las marcas citadas que hayan propiciado la delación anónima. El planeta más descreído del Universo ha metabolizado el «Don´t do evil», el lema de Google que le impide hacer el mal.

Aun reconociendo a Facebook el mérito de haber congregado en un único foro a todas las personas que no tienen nada que decir, probablemente resulta excesivo asignarle la liberación de países que cuentan a la mitad de sus habitantes como analfabetos. El seductor virus

occidental se ha infiltrado en el mundo musulmán, pero a través de medios hoy tan decrépitos como el cine o la televisión. Nadie olvida la primera vez que vio a Oprah Winfrey —la Ana Rosa Quintana planetaria— en la programación de un canal árabe. Su inestimable labor de corrosión de los clisés machistas equivale a millones de tweets. Una presentadora sin velo en las Al Jazeeras hace más por la liberación femenina que la red de redes. Por no hablar de los equipos de fútbol que emulan el juego primoroso del Barça.

El cine y la televisión han exportado el ansia de ciudadanía a los países árabes, con mayor intensidad que redes sociales de influjo limitado. La pantalla ha desnudado el anacronismo, y la revelación funciona en ambas direcciones. Las crónicas de Robert Fisk para el británico The Independent miden la temperatura de las revueltas con mayor precisión que el incesante gorjeo electrónico. Un espectador de la película Mujeres de Egipto o de la joya iraní A propósito de Elly no necesita sumirse en el caos fragmentario para comprender la magnitud de los valores en juego dentro de las revoluciones en curso en la orilla sur del Mediterráneo.

En la inmensa Libia, los hagiógrafos de Facebook/Twitter no se han atrevido a apropiarse de la revolución en curso. Ante la recuperada inocencia occidental, cabría refrescar su naturaleza de empresas privadas con la misión indiscutible de optimizar sus beneficios, por mucho que internet las aureole con un halo de inmunidad. Entre otras cosas, desean dejar a la prensa sin mercado, pese a que en los medios tradicionales se acantonan sus aduladores más exaltados. Si las campañas a favor de esos gigantes resaltaran los valores de Coca-Cola o McDonald´s —nunca ha habido una guerra entre dos países donde se haya instalado la cadena de restaurantes de comida rápida—, la red se colapsaría

inmediatamente de denuncias sobre insidiosas campañas de publicidad.

La trinidad Google/Facebook/Twitter certifica, como si fuera necesario, la fenomenal capacidad de adaptación del capitalismo a los valores dominantes. Curiosamente, los defensores a ultranza de su modelo empresarial se muestran renuentes a la hora de extender los beneficios de que disfrutan sus trabajadores, desde la comida gratis hasta las clases de yoga o el tiempo consagrado a la creatividad personal. Además, la dictadura electrónica autoriza el comportamiento poco ejemplar de un porcentaje significativo de sus usuarios. Cuando una periodista de la CBS fue agredida sexualmente en El Cairo, desde Twitter se apresuraron a acusarla de buscar la glorificación del martirio, o de recibir atención por ser blanca y famosa. Las cuentas con estos comentarios multiplicaban de inmediato el número de seguidores.

La distorsión a favor de la red intocable se aprovecha del criterio asimétrico que llama antisistema indeseable en Barcelona al mismo valeroso revolucionario que lanza piedras en Rabat. La revolución se juega mejor fuera de casa, y es independiente de las redes sociales, que serían igualmente felices de servir a los intereses de la contrarrevolución.