Creo que disponemos ya de suficiente material para elaborar una teoría, más allá de la consabida sentencia de que «el que de joven no es de izquierdas no tiene corazón, y el que de maduro es aún de izquierdas no tiene cerebro», sobre por qué hay tantos intelectuales y/o políticos que, siendo originariamente izquierdistas —incluso, algunos, izquierdistas radicales—, un buen día se transmutan en forofos no de la derecha moderada —la verdad es que España no da muchas posibilidades de convertirse en derechista civilizado; salvo en Cataluña, en el resto del país esta especie nunca llegó a asentarse— sino de la más extrema y turiferaria, y una vez concluido ese giro ideológico —que a veces ocurre de sopetón, a la manera en la que Saulo de Tarso, tras caerse del caballo camino de Damasco, se levantó siendo San Pablo; otras veces, más lentamente, tras una larga evolución que se hace visible en sus escritos—, muchos no se conforman y, como el santo patrón de los conversos, Torquemada, se transmutan en crueles perseguidores de todo lo que defendieron hasta poco antes de su mutación. A lo largo de la reciente historia española, son legión: Jiménez Losantos, Sánchez Dragó, Martín Prieto, Ramón Tamames, Gustavo Bueno, Pío Moa, César Vidal, Pablo Castellano, Cristina Alberdi, Hermann Tertsch, Arcadi Espada, Albert Boadella...

Está muy claro que un componente habitual de tal reconversión es el ansia de garantizarse una vejez —la mayor parte son talluditos cuando mutan— confortable, porque no son tontos y hay que estar ciego para no ver las indudables mejoras de estatus económico que suelen acompañar al hecho de engrosar este flanco de la trinchera ideológica, y cuando eres viejo, si estás a dos velas puedes pasar mucho frío. Pero el dinero no es el único factor: haber sufrido algún ataque personal —Losantos, tras ser herido de un tiro en una pierna a principios de los 80 por el grupo independentista catalán, posteriormente integrado en ERC, Terra Lliure, ya nunca fue el que era—; estar bajo la influencia de la adicción a estimulantes como el alcohol, las drogas, la afición desmedida a damas o caballeros más o menos fáciles y más o menos núbiles, también influye Tampoco es desdeñable el resentimiento de creerse preteridos en sus partidos o medios de comunicación de origen por personas que consideran inferiores.

Pero, a mi entender, la característica común a todos ellos es que poseen un ego descomunal, sufren de una soberbia indomeñable que les conduce, muchas veces, a una obnubilación tal de su innegable inteligencia que les impide ver como tales las indignidades que inevitablemente tienen que acabar haciendo al dejarse caer libremente por el abismo. Un ejemplo es Losantos, un ateo confeso que, sin embargó, pactó, durante lustros, con la clerigalla —aunque quizás no le costara tanto, porque me da en la nariz que sus socios ensotanados, a pesar del oficio que desempeñan, son tan ateos como él; al menos, eso es lo que transmite, la mayor parte de las veces, su comportamiento—, convirtiéndose en la punta de lanza de este lobby en su lucha sin cuartel para mantener sus privilegios prácticamente intocados desde el franquismo. Este punto es importante; tengo ahora en mente un par de casos, un practicante de la divulgación filosófica y un novelista tan anglófilo que ha sido calificado de ´oxoniense´, tan prepotentes como Losantos —lo demuestran en sus escritos, llenos de agresividad contra los que no opinan como ellos en cualquier tema, lo que se ha puesto aún más de manifiesto con motivo de la ley antitabaco— que, sin embargo, no han llegado a sobrepasar el punto de no retorno, seguramente porque conservan el sentido del ridículo. Pero no descarto que pueda acabar viendo, si sigo vivo, al menos a uno de los dos en el bando ´correcto´. Si le pasó a Unamuno ¿por qué no a ellos?

Y el precio a pagar es grande: hacer la pelota a gente impresentable, tipos como Cotino, vicepresidente tercero de Camps —pero ¿en serio hacen falta tres vicepresidentes en el Gobierno de la autonomía más endeudada de España, a pesar de lo poco que gastan en trajes y bolsos?—, católico cañí y calumniador impune —¿por qué nadie lo demanda?—, lanzador de acusaciones atroces sin pruebas de ningún tipo —no sé por qué me extraño; eso es lo que hacen siempre que abren la boca González Pons, De Cospedal o Mayor Oreja— y a otros incluso peores. Qué quieren, a mí me parece excesivo.