Saco un libro olvidado de la estantería y leo que «España se hallaba en crisis al despuntar el siglo XX... crisis múltiple o polifacética: crisis de sistema, porque ya no había imperio; crisis económica, porque se habían perdido esas fuentes de pingües beneficios, esos mercados, amén de la inflación y de la quiebra específica del Tesoro, producidas por los gastos y deudas de la guerra colonial; crisis política, porque los partidos que se turnaban en el ejercicio del poder, el conservador y el liberal, asentados en el aparato caciquil, salían maltrechos y desprestigiados de la derrota; crisis social, porque el desarrollo de la industria en algunas zonas, acrecentaba el peso de la clase obrera que, en proceso de toma de conciencia, se enfrentaba con unos patronos intransigentes, y porque el particular desarrollo y los problemas de la industria de bienes de consumo de Cataluña, enfrentaba a esta con los grandes propietarios de Andalucía y Castilla....», y sigo con el viejo y sordo Tuñón de Lara para constatar que tenemos vocación y pasión por vivir instalados en ella, que poco o nada hemos adelantado —salvo quince felices años de la última hornada— con respecto a un país que, según parece está acostumbrado a convivir con la inflación y la deflación, con el desempleo, el analfabetismo, el equilibrio inestable, la ineficacia de los políticos y todas esas otras lacras que se enumeran a diario en las columnas de los periódicos de los tres últimos años, en las quejas que referimos aquellos que, ajenos a la economía, nos vemos obligados a secundar porque es un clamor tan evidente que incluso lo apreciamos en la subida de los recibos de la luz, siempre por otra parte tan cara, y en la bajada de los salarios.

Sueldos recortados, pensiones congeladas, despidos a mansalva, jóvenes sin oficio y sin posibilidad de tenerlo en los siguientes quince años, toda una generación que no va a conocer nada de lo que se dispuso en los años anteriores, una tropa que no sabe cuando se tocará fondo, según se nos vaticina por voces autorizadas. Y todo ello a nivel nacional, que en lo regional, aparte de la caída radical de los precios de la fruta, un clima navajero y tenso, una violencia que puede presagiar —ojalá que me equivoque— un alejamiento de aquella pacífica Arcadia que cantaban los glosadores del panocho.

Han pasado cien años y diría —aunque lo sienta— que estamos incluso en un escalón más bajo del que marcaba el historiador de lo social y de lo cotidiano. Y estamos peor porque se nos han bajado los negros humos que expulsábamos, se nos han venido abajo las empresas y apenas hay atisbos de que surja una legión de esforzados pensadores —sean de los que buscan la regeneración o la esperanza— que nos redima de esta zanja en la que hemos caído en apenas dos días.

Cuando nos ufanábamos con el dulce regaliz de la dicha y el derroche, cuando menos presentíamos que podríamos caer derribados, aparece la etapa final de la zapateril época que nos ha de conducir quien sabe si al corralito argentino, a la quiebra internacional, a la desilusión generalizada, porque si yo tuviera que definir el tipo de crisis que padecemos no dudaría en decir que sería la del desconcierto, nadie está seguro de las causas que la han provocado ni de los misterios que reptan y se agazapan por los despachos de los bancos ajenos, y añadiría que es la crisis moral más grande que está soportando un país que antes era hospitalario y que ahora, por mor de las fuerzas agresivas que afloran, rechaza la presencia de los que nos ayudaban en la faena.

Echo de menos la fértil presencia de aquellos redentores que fueran capaces de elevar el tono épico de un pueblo. Pienso en la ausencia en nuestros días —sustituidos por locutores y memos presentadores de televisión— de personajes como Joaquín Costa, Macías Picavea, Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Machado y otros muchos que al menos pretendieron sacar al pueblo de aquella sensación de apatía y bajo pulso que afligía a nuestros abuelos y bisabuelos. Y a cambio veo a políticos burócratas y engominados que no resuelven los problemas ordinarios, optando por salvar los suyos. A una clase alta que no arriesga nada para salvar los muebles, bien guardados. A una clase media atemorizada por el porvenir. A una clase baja que ha cruzado a toda leche el umbral de la pobreza. A los viejos preocupados por las pensiones y la posible partición del país siempre invertebrado, a los funcionarios, sedientos de justicia; a los jóvenes perdidos en laberintos o en conciertos, sin oficio ni beneficio. Y solo contamos con el opio del pueblo y el buen juego del Barça para salvarnos de la quema en los fines de semana.

¿Saltará alguna vez la chispa de la esperanza? ¿Saldremos del negro túnel que dura al menos diez siglos? ¿Quién nos hará ver la luz?