Independientemente del resultado de la Huelga General del próximo día 29, su mera convocatoria y el contexto en que ésta se produce, está induciendo, en mi opinión, una auténtica inflexión histórica a resultas de la cual tanto el modelo sindical como el modelo político-partidista vigentes pueden acabar saltando por los aires. Comenzando por el primero, resulta evidente que los sindicatos mayoritarios de este país, UGT y CC OO, han permanecido instalados en los últimos tiempos en una posición institucional que ha conformado unas prácticas sindicales en las que han primado las buenas relaciones (incluso de hermandad con el PSOE en el caso de UGT) con el bipartito (PP, PSOE) que estructura nuestro sistema político. Ocurre que a partir del 12 de mayo de 2010 (anuncio de los ajustes antisociales), y fundamentalmente tras la reforma laboral que ha servido de espoleta a la huelga, los sindicatos se han encontrado con que esta agresión sin precedentes contra los derechos sociales, en la medida que también arrasa con el principio de negociación colectiva, los convierte en entes prescindibles, molestos. Los sindicatos, sencillamente, sobran en el nuevo estado de las cosas que se pretende por cuanto queda anulado su papel de interlocutores sociales, ya que se busca, por un lado, que el empresario individualice las relaciones laborales, y por otro, que no existan entidades garantistas del Estado del Bienestar.

En este sentido, no es casual la brutal arremetida, rayana en la criminalización, que está sufriendo el sindicalismo de este país, proveniente tanto de la derecha más cavernícola como de los intelectuales orgánicos del socioliberalismo. Empujados a la trinchera, los grandes sindicatos se encuentran con una escasa influencia organizativa en lo que se ha dado en llamar 'precariado', es decir, ese tercio (quizá más) de la clase trabajadora desregulado cuyas condiciones salariales y laborales anticipan el ominoso futuro que se pretende generalizar. Así que no queda otra que recomponer el modelo sindical. Las mesas negociadoras con empresarios y gobierno van a ceder protagonismo a la asamblea de fábrica, taller u oficina. Una gestión sindical más o menos rutinaria derivada de la influencia política del sindicalismo ha de tornarse, por la fuerza de los hechos, en un sindicalismo de resistencia más pegado al terreno. Y ello no se debe a la radicalización de las organizaciones sindicales, sino a la de quienes hasta ahora habían procurado granjearse el favor de aquéllas en busca de la paz social. Y es que no queda margen: cuando se aspira al modelo laboral del sureste asiático y a un Estado del Bienestar absolutamente jibarizado, están de más las organizaciones representativas de los trabajadores y, en general, de los ciudadanos y ciudadanas.

El marco político también va a entrar en crisis. El mapa de la izquierda tarde o temprano se va a redefinir. El PSOE no puede seguir presentándose ante el electorado como el partido de las políticas sociales y los derechos laborales, salvo que incurra en un cinismo sin parangón. Las gentes y colectivos que están animando esta huelga del 29S van a requerir de un referente político que los represente en las instituciones. La batalla entre el neoliberalismo y las ideas de progreso se va a intensificar enormemente en los tiempos venideros, y los ambiguos no van a poder quedarse a la intemperie: el fuego cruzado entre aquellos dos bandos va a ser tan drástico que van a tener que buscar refugio en uno u otro de los equipos en liza. Gestos como el del Tomás Gómez, candidato a las primarias socialistas en Madrid, abogando por un discurso de izquierda y a la vez reivindicando la figura de Zapatero, no van a tener cuota de mercado alguna: los insultos a la inteligencia tienen fecha de caducidad. Los socialistas que así se sientan van a tener que tomar partido, partido hasta mancharse, y con los mimbres que aporten, junto a los de los más veteranos de la izquierda real, levantar esa organización que comienzan a demandar los miles y miles que pasado mañana, de manera tan consciente como firme, van a decir no a la dictadura del capital financiero, convencidos de que, el día después, muchas cosas van a cambiar en este país.