Durante este verano, entre los placeres nocturnos de la ociosidad, me he enganchado al programa de televisión El juego de tu vida. En este concurso de Tele 5 los concursantes deben ir superando varios bloques de preguntas pertenecientes al ámbito más privado de sus vidas para conseguir una cantidad determinada de dinero, que, de superar todos los bloques, llegaría a cien mil euros. Previamente, el concursante ha debido responder a doscientas preguntas personales a las que solo puede responder sí o no frente a un polígrafo que recogerá si el concursante está mintiendo o dice la verdad, resultado del que, lógicamente, no se le informa. Ya durante el programa, y acompañado por personas cercanas que ­—en la mayoría de los casos— desconocen esa cara oculta, el concursante debe responder a veintiuna de esas doscientas preguntas sin mentir. En resumen, un innovador formato televisivo para descubrir las miserias más ocultas de las personas.

Como cabría esperar, la vida de los participantes es, cuando menos, curiosa, cuando no abiertamente escabrosa. Las infidelidades y los cuernos campan a sus anchas por sus vidas sin que sus parejas lo sepan, los conflictos económicos, las rencillas entre hermanos, padres y demás familia es algo también habitual. Por ejemplo, a una de las concursantes se le preguntaba si, a pesar de estar casada, no le era infiel a su marido por falta de oportunidades, a lo que la mujer respondió que sí. Otra mujer pensaba continuamente en ponerle la cornamenta a su marido con un ex novio. Otra concursante reconocía que no sabía si el hijo que tenía era de su marido. Un engendro, ya que no la sabría definir de otro modo, reconocía que ya no recordaba el número de veces que había abortado. En otro caso, un concursante reconocía que le había sido infiel a su mujer en más de treinta ocasiones, algo realmente asombroso teniendo en cuenta la limitada belleza del personaje. En un momento del concurso, la presentadora le pidió al hijo de éste que le dijese algo a su padre, a lo que el chaval contestó que de mayor quería ser como él, tócate las marimbas. Seguro que su madre se sentiría muy orgullosa.

Pero, de entre todos los casos que vi, me impactaron especialmente dos. El primero de ellos era el de una chica que, en su intimidad, deseaba la desaparición de su mejor amiga para quedarse con la vida de ésta, incluido su marido. El otro caso era el de un individuo enclenque que se había pulido parte del dinero de sus padres en drogas y en bingos, que les había robado para pagarse esos vicios y que, encima, se creía mejor gestor del negocio familiar que su hermano. Pero lo que me sorprendió no fueron sus vidas, sino que, ante la pregunta de si se consideraban buenas personas, ambos respondieron con un rotundo sí.

Viendo esto, está claro que los seres humanos somos tremendamente crueles juzgando las actitudes de los demás pero infinitamente permisivos con las actitudes y acciones propias. Pedimos que se aplique la justicia para todas aquellas personas que cometen malas acciones, criticamos a unos y a otros sin ningún pudor en esta cultura contemporánea del cotilleo, pero perdonamos con una facilidad pasmosa nuestras conductas más despreciables.

Puede que estos programas, como dicen muchos, no sean más que basura, pero reflejan a la perfección la basura que somos, la basura que respiramos y, lo que es peor, la basura que transmitimos.