Temo que esta sección de Gajes del oficio acabe convirtiéndose en un obituario -sobre todo para quien sabe que prefiero la leve sonrisa a la triste elegía- pero hemos entrado en racha, en esas malas acumulaciones que por extrañas circunstancias se producen de tiempo en tiempo, cuando parece que no tenemos delante otra cosa que la muerte, otra conversación que los quirófanos que nos aguardan, otros temas de tertulia que aquellos que, ya tocados, avanzan ineludiblemente hacia ese final que nos espera a todos. Y es que, como algunas veces he dejado escrito, parece como si fuésemos pisando vidrio por las calles, aventando desgracias alrededor, barruntando accidentes, sembrando tumores, no se sabe bien si a consecuencia de la edad que vamos alcanzando, la ley natural que se impone o la maldición gitana que pesa sobre el mundo, lo cierto y verdad es que habría que cerrar puertas y ventanas para que no se adentrara en nuestra intimidad ese río de muertes que nos sacude.

Apenas despedido por la contundencia de una mala enfermedad un viejo amigo, tal como era Vicente Galiana, me tropiezo con la partida de otro viejo -pero muy joven- compañero de profesión llamado Juan Martínez Muñoz con el que no había perdido contacto del todo en los últimos cincuenta años de nuestra vida, desde que nos conocíamos ligados al instituto Ibáñez Martín de Lorca, desde que nos matriculamos al mismo tiempo -él en Química y yo en Filosofía y Letras- en el viejo y reducido recinto de la Merced, cara a cara, enfrente uno del otro, a veces jugando con la Selección Universitaria que luchaba por otros dominios y a veces por encuentros modestos que nos llevaban simplemente a dar rienda suelta a una afición que compartíamos. Incluso cuando envejecimos, cuando nos hicimos maduros, no perdimos ocasión de patear balones por las pistas del fútbol sala, en esas tardes jubilosas de los cuarentones y cincuentones, cuando corríamos, ya más pausadamente, una hora por el patio de su instituto, junto a Jesús Fernández, José Fernando Terroso, Antonio Sánchez, Juan María Muñoz, etc, y luego, más tarde, nos gratificábamos con las apetitosas cervezas del Skylab. Una lluvia de risas como las burbujas frescas.

Y le he seguido los pasos porque pronto recayó en el Instituto Infante Don Juan Manuel, allí donde dejó sentadas muchas de sus bases al lado de Irene, mi mujer, tal fiel admiradora como yo he sido de su persona. Un Juan divertido que alegraba cada minuto de su existencia con razones tan joviales como la de contar chistes de manera ininterrumpida el tiempo que fuera necesario, dos horas, tres, siempre abierto a la camaradería, a la charla gozosa, aunque ocultara otros aspectos menos amables que, como cada cual, soportara sobre sus espaldas. De su cabeza gorda, grande, bien amueblada para el dominó y el ajedrez, con todos los alambres y las neuronas bien colocadas, Juan era capaz de concentrarnos en el imán de la palabra inteligente y humana, esa que estaba de parte de la ciencia -en contra de las religiones, de las leyendas fantásticas y otros cuentos que nos habían instalado en la motriz de la conciencia- y del progreso. Comprometido con la educación, con los alumnos, cercano a ellos, capaz de hacerles llevar una lupa a clase para que realizaran un examen que tenía las dimensiones de un pequeño sello. De un humor sorprendente pero con una dedicación exclusiva a su profesión..

Hay muertos a los que se les añaden condiciones que no tenían en vida -hay como una extraña condición de atribuir a los difuntos todas las bondades- y sin embargo yo sé que no puedo recabar en estas modestas palabras todos los tesoros que albergaba un corazón tan amplio y generoso como el de Juan Martínez Muñoz. Amigo de sus amigos, recto profesor, gozoso profesor, preocupado por la pedagogía, por sus alumnos, de su familia, perfecto administrador de sus golpes de efecto, interesado por las humanidades, buen lector, cercano a la poesía -que le agradaba más que a mí mismo- y con la palabra apropiada para hacer más ameno el mundo rutinario de la sala de profesores.

Se me ha ido Juan y en parte me he alegrado porque su enfermedad, como bien me decía poco antes su esposa, Pilar, era poco amable con el hombre bueno machadiano. Y entristecido porque no ha podido resistir tanto como él y su familia hubieran deseado. Él, un gozador de la vida, de sus mujer e hijos, de los amigos, de la enseñanza, no ha podido quitarse de encima, ni siquiera con humor, los hilos oscuros de esta negra telaraña que nos envuelve sin cesar. En estos días de otoño primaveral Juan Martínez Muñoz se nos ha ido. Y todos, apenados, salimos perdiendo.