Me refiero a don Ángel Gabilondo, fraile corazonista en su más tierna juventud; brillante profesor de Filosofía exquisitamente posmoderno en su madurez, y rector abajofirmante en el Círculo de Bellas Artes hasta su toma de posesión como ministro de Educación, con el encargo, se entiende, de rescatar el pecio del sistema educativo nacional.

A seis meses vista de su nombramiento, el profesor Gabilondo ya ha sido capaz de elaborar un discurso educativo propio; aunque, tan corto de patas, que resulta incapaz de saltarse la sombra de su propia biografía. Me explico: anda el ministro Gabilondo del verano para acá con un 'Gran Acuerdo Nacional Educativo' que no se le cae de la boca. De la mismísima boca que no escatimó zalamerías dedicadas a Zapatero cuando éste se cargó de un decretazo de urgencia la muy pactada y consensuada Ley Orgánica de la Calidad en la Educación del PP, antes incluso de su plena entrada en vigor. Entonces no hacían falta consensos, sino rotundos disensos. Pero, en fin, no seamos rencorosos y pelillos a la mar. Díganos, pues, querido profesor, en qué se va a sustanciar el acuerdo, ahora que ya tenemos todos claro que lo de los ordenadores que iban a regalar a los nenes era una mentirijilla sin mala intención ni peor propósito que el conseguir un buen titular en medio del debate del Estado de la Nación. Pero el ministro no concreta. El corazonista que lleva en el fondo de su alma le inclina a valorar el acuerdo en sí mismo, al margen de los contenidos; por la purísima gloria de la Ecumene, entiendo.

Y como el ministro habla y habla sin decir nada, con ese donaire impolítico propio de un corazonista foucaultiano, llegan los peperos, llaman a la puerta y con esa candidez tan suya apuntan tímidamente que, sin ánimo de ofender, quizás habría que concretar algo, y puede que no fuera malo de suyo el que se dotara de autoridad a los profesores, una autoridad de pitiminí, no vaya nadie a pensar que somos fachas. Y claro, salta el fraile y dice que no es eso, hijos míos, no es eso, pues la autoridad no es buena de suyo, sino que lo bueno en cuanto tal es que la comunidad educativa se ame profundamente, y para las dudas, consúltese el manual 'Enséñanos a amar', obra de fray Gabilondo et al. publicada por Ediciones Mensajero en 1969. Y sale también el Gabilondo deconstructivo, y suelta eso tan impolítico de que, además, la autoridad no es la solución a los problemas de la enseñanza. Y claro que no es La solución, querido profesor. Ninguna norma, por sí sola, puede ser La solución de algo tan complejo y tan repodrido como es la enseñanza española. Pero es obvio que se trata de una medida viable, barata, sensata y reclamadísima por el sector; una medida, en suma, que no va a solucionarlo todo por sí sola, pero que camina en la dirección correcta. Pero quiá: frente a la autoridad jurídica ofrecida por los peperos y reclamada por los profesores, el gabilondismo nos retruca con la obviedad plana de la autoridad moral; como si los profesores no se la ganaran en el día a día de las aulas, sino que se la viniera a conceder graciosamente el señor ministro de la moralidad deconstruible. Pero la deconstrucción gabilondista no se detiene ahí. En respuesta a la iniciativa pepera, y por no exhibir demasiado la nada que 'nadea' bajo la mente de todo deconstructivo que se precie, el ministro desfrailunizado ha dado en la flor de sacar de las estadísticas del paro a todos los zagalones de 16, 17 y 18 años y meterlos en un instituto, les guste o no. Educación obligatoria hasta los 18 años. Justo lo que le faltaba a los institutos para que resulten perfectamente indiscernibles de los manicomios. Como si no tuviesen bastantes problemas con los de 14 y 15 que no quieren estar por allí, ahora se van a ver obligados a escolarizarlos a todos hasta los 18. La locura, o sea, más una mil millonada de euros en forma de conciertos educativos que ingresarán en las arcas de los colegios privados concertados (corazonistas incluidos) para extender los actuales conciertos hasta la edad de 18 años. El ministro, naturalmente, no se ha molestado en calcular el monto exacto de la milmillonada, porque eso iría en contra de toda su elegancia impolítica y deconstructiva, y, sobre todo, porque esa barbaridad la pagarán las Comunidades Autónomas. Como siempre. Y los papás que llevan a sus hijos a la privada, felices. Ya lo han dicho.

Porque ésta es la muy dolorosa cuestión: que mientras que la escuela pública española se ha convertido en un proyecto ilustrado truncado por ayuno de autoridad, matemáticas, lectura, gramática, filosofía, latín, ciencias, idiomas y, sobre todo, de sentido común (el que nos llevaría a invertir en más y mejores centros de FP), el gabilondismo corazonista, impolítico, deconstructivo y nihilista se dispone a ingresar un dineral literalmente incalculable en los centros privados, a costa de desquiciar del todo los institutos públicos, con el único fin propositivo de maquillar las listas del desempleo. Y de esta locura no nos salva ni la madre que nos parió, porque los papás ya han dicho que sí, y ellos son los verdaderos amos del manicomio educativo. Así que, queridísimos profesores, hagan acopio de prozac y elijan a un buen psiquiatra, a ver si entre Freud y la química nos deconstruyen del todo por dentro y por fuera, hasta que logremos armonizar con el discurso deseducativo del ministro descorazonista de la escuela descorazonada.