En la maduración del otoño, antes de la llegada de los camiones de limpieza de la nieve, se forma una quietud característica, en la que nada se mueve pero todas las cosas vivas compiten para hacerse notar. Delante de mi casa hay una línea de aligustres urbanos y las hojas de cada uno exhiben un color tan distinto que parecen árboles de distintas especies. Es un modesto remedo de lo que ocurre en la naturaleza. Desde la altura de un cordal observo la composición de un bosque en el que dominan las hayas, y por primera vez puedo distinguir la tonalidad de cada árbol, que va del verde fuerte al amarillo más intenso. Que la exuberancia del ego de los árboles anteceda a su muerte ritual de cada año es un misterio, que pudiera tener que ver con la memoria. Cada uno debe sentirse orgulloso de la suya, y se recrea tanto en ella que la enciende, antes de rendirla a la última evidencia.