Cuántas veces al cabo de una vida nos pedimos los unos a los otros que apaguemos la luz al salir de una habitación para que no gaste? Muchas veces, infinidad de veces, enorme es la cantidad de veces en las que trasformamos en una rutinaria frase un puro concepto de ahorro que, aunque en nuestra intención pueda tener básicamente un contenido económico, encierra en sí mismo un mensaje del más puro contexto ambiental.

Un porcentaje muy alto de problemas ambientales -he leído que hasta el 80%- tiene que ver directa o indirectamente con la producción y el uso de la energía. No es extraño: por puro funcionamiento metabólico del planeta producir y consumir energía es la base de la subsistencia y, en paralelo, la raíz de la tremenda trasformación que estamos incorporando a nuestro mundo. Energía es la luz de la casas, producida por diversos tipos de fuentes de mayor o menor impacto; energía es lo que mueve las industrias y las máquinas que nos proveen de lo necesario pero que también nos contaminan; energía es lo que impulsa todo tipo de ingenios en los que nos trasportamos; energía es incluso lo que habrá hecho falta para fabricar y llevar hasta la tienda la bicicleta con la que luego, como excepción, no contaminaremos. La energía es, finalmente, un grave reto de la humanidad si tenemos en cuenta que las fuentes clásicas se agotan.

De estas cosas se está hablando en estos días en un congreso sobre energía y educación ambiental que celebra en Torre Guil el Centro Educativo del Medio Ambiente de la CAM. En el congreso se está percibiendo que en materia educativa, en el sentido más amplio de la palabra, hay mucho hecho, pero es enorme lo que queda por hacer. En todas sus vertientes: en la educación formal -la de los coles-, en la intervención de los medios de comunicación -los que cuentan las cosas-, en la ciudadanía -los consumidores-, en los medios de producción -los protagonistas- y en la de los gestores.

Parece que los consumidores, y bien está, tenemos una cierta idea del ahorro energético en lo que respecta a lo mínimo que podamos hacer apagando las luces en nuestra casa o sabiendo que existen electrodomésticos de mayor eficiencia. Sin embargo, raro es que alguien piense que si va a comprar al centro comercial que está a veinte kilómetros de su casa, en vez de andando a la tienda del barrio, está tirando por tierra todo el ahorro trabajosamente conseguido durante un mes a base de andar a tropezones por la oscuridad de la casa. En el ámbito de los productores poco más podrá hacerse que no lo consigan las normas. En el ámbito de la educación formal se va avanzando, pero si los alumnos ven las luces de su colegio encendidas toda la noche poco caso podrán hacer de los ahorradores consejos de sus profesores.

Y al fin, el espacio de concepto donde más camino quedará por recorrer es el de los gestores, con sus políticos e instituciones. Son a ellos a quienes les toca protagonizar el cambio. Con el impulso de la ciudadanía, de acuerdo, pero les toca a ellos. Por mucho que yo, ciudadano, quiera y esté concienciado, no puedo hacer un plan energético con un objetivo del mucho por ciento de fuentes renovables. Tampoco puedo limitar el tráfico en las ciudades, ni gravar con mayores impuestos un uso mayor de la energía. Ni puedo promover las leyes que vengan bien al objetivo, ni frenar la suicida idea de que la energía nuclear es el futuro, ni tantas otras cosas que es cierto que dependen en su raíz de la educación pero que se concretan en decisiones que tocan ya y tocan ahora.