Felices los tiempos aquellos en los que el cliente tenía siempre la razón y, si no la tenía, de todas formas se le daba de regalo. La relación con las empresas ha variado tanto hoy que parece que quienes contratamos o compramos algo estamos equivocados por necesidad. En bastantes ocasiones cunde incluso la sospecha de que las empresas disponen de un departamento dedicado a imaginar la manera como mejor cabría perseguir al ciudadano por el hecho de haberse convertido en cliente y, por tanto, en objeto de odio.

Al amparo de las estrategias agresivas de venta, el empresario moderno adapta la ley de la selva con el objetivo no sólo de ganar dinero sino de hacerlo por la vía de crecer; cuanto más, mejor. Lo importante es aumentar de tamaño y, en consecuencia, de ingresos, por mucho que en el camino se queden en la cuneta todos los rasgos que -en tiempos- concedían al cliente la consideración de rey. En lo que se ha convertido hoy es en sospechoso. Basta con leer la letra menuda de los contratos leoninos que nos obligan a firmar cada vez que apalabramos un servicio, incluso si se trata de uno de esos servicios que maldita la falta que nos hacen. Amén de prever hasta la última de las posibilidades de mala fe oculta o manifiesta por parte del nuevo cliente, le amenazan, le persiguen, le advierten de los castigos en que incurrirá a las primeras de cambio, le hacen renunciar de antemano a buena parte de sus defensas y le reducen a la categoría de víctima no por haber hecho algo sino en previsión de que pudiese siquiera imaginarlo.

Pero lo peor viene luego, al margen de lo que se haya firmado. Para cualquier reclamación, para la más mínima queja, hay que llamar a un teléfono de los que te cobran por el simple hecho de querer quejarte. Lo hacen desde el primer segundo de la conexión mientras una voz grabada te pide los datos más peregrinos, que volverán a ser solicitados tres o cuatro veces más en la cadena de voces prevista por la estrategia del odio. Si no cuelgas por desesperación o aburrimiento, puede que termines hablando con un ser humano. Pero sólo para comprobar que ni sabe cómo recoger tus quejas ni tiene a su alcance medio alguno de hacerlo.

Como colofón, ser cliente significa convertirse en objeto pasivo de otro negocio que cada vez florece más: el de la venta en almoneda de tus datos. La agencia oficial española de Protección de Datos que, en la idea del legislador que la creó, debía servir para proteger a los clientes del mal uso por parte de las empresas de la filiación ciudadana y demás circunstancias personales, acaba de dejar claro que no, que de lo que se trata es de proteger el derecho de la compañía a utilizar los datos del cliente como mejor le parezca.

La intimidad personal continúa existiendo, por supuesto. Gozar de ella es fácil: basta con no contratar ningún servicio, ni de luz, ni de agua, ni de teléfono -fijo o móvil-, ni de canales de televisión. Ayuda también el carecer de tarjeta de crédito, de cuenta corriente o de libreta de ahorros. Los bonos del autobús no son peligrosos, siempre que se paguen al contado. Aunque hay que olvidarse de pedir una hipoteca e incluso un pasaporte. De tal forma, despojados de cualquier traza de cliente -siquiera potencial-, puede que escapemos de los odios. Para comprobar que, aun así, continuamos fichados por el ayuntamiento, los ministerios y las comunidades. Estamos rodeados.