Llega el hombre a las faldas del Monte Parnaso, no creyendo en más dioses de los necesarios, tras haber pasado tres horas en un autobús destartalado, ascendiendo carreteras agrietadas y estrechas cruzadas por ríos violentos y, de repente, se encuentra superado por la fuerza que inspira el lugar. Merece la pena cualquier intento de emular la Antigüedad, por muy desesperado que parezca. El viajero que pone un pie en Delfos sabe que aquella tierra es diferente a las demás. Uno se pasa la vida entera leyendo filosofía, aspirando a convertirse en un ser racional que no se deje llevar por las emociones humanas, tan mundanas, pero le bastan dos pasos entre el bosque, con las columnas del Templo de Apolo emergiendo de la piedra, para sentirse débil y derrotado. El hombre que visita Delfos reconoce que aquel lugar está tocado por un misterio divino. Y no hay muchos así en el mundo. Allí la naturaleza sostiene una teocracia de dioses antiguos pero vivos. Reina el silencio.

Porque Delfos es superior a cualquier experiencia que uno pueda experimentar en Grecia. Es un tiempo anterior al heleno. Homero ya hablaba del magnetismo del santuario. En un mundo tan fragmentado como fue el griego clásico, todos los hombres encontraban en Delfos un símbolo de identidad que los unía. Allí iba el gobernante antes de emprender una votación decisiva en la Asamblea y el rey cuando miraba hacia Oriente con la idea de derrotar a los persas. También acudía el esclavo, el padre preocupado por el casamiento de la hija, el magistrado y comerciante. El Santuario más famoso de la Antigüedad proporcionaba respuesta de toda índole. La pitia hablaba en un idioma oculto que el peregrino debía descifrar. Ella traducía a lenguaje humano la voluntad de los dioses. Milenios después, el viajero llega al Templo de Apolo y encuentra una inscripción, como si el tiempo no hubiera consumido las viejas piedras: «Conócete a ti mismo». Tantas bibliotecas recorridas y tantos viajes por el ancho mundo y he ahí la respuesta que todo el mundo busca.

Es un día lluvioso. Delfos nos recibe sin paraguas pero con la tierra mojada. Reverdece el musgo adherido al mármol y las columnas que quedan en pie brillan con una fuerza líquida. La mejor forma de llegar al santuario si no se dispone de medios es a través de Pausanias y la guía de viajes que escribió en el siglo II. En esas fechas, Delfos ya había perdido importancia. El mundo hacía siglos que miraba a Roma, pero aún quedaban dioses dispuestos a mantener vivo el lugar. Esa es la sensación que tenemos al vislumbrar el tholos o templo circular. Apenas quedan tres columnas en pie, sosteniendo lo que un día fue un friso con relieves de amazonas. Suficiente para el viajero. El efecto de unas ruinas es más poderoso que el esplendor de un templo. Es algo fácil de demostrar. En los huecos se esconde la belleza. No es osado afirmar que Delfos conserva su fuerza telúrica precisamente porque el santuario se ha convertido en un conjunto de ruinas. El viajero camina por ellas, se detiene y las examina, escrutando la vida que tuvieron, preguntándose los sentimientos que despertaron en viajeros antiguos y llegará a la conclusión de que aún respira en el interior de la tierra un halo de vida. Una comunicación que como en los días de las pitias, se mantiene entre el visitante y las ruinas.

Delfos está encaramado al Monte Parnaso y como es propio de los lugares de culto, es de difícil acceso. Hay que estar preparado físicamente para ascender sus rampas. Y más en un día de lluvia. Conforme se asciende, el camino se convierte en una pista vertical. Dejamos a un lado el Tesoro de Atenas, donde sus ciudadanos guardaban los exvotos y ofrendas a Apolo. Había un Tesoro por cada ciudad griega. En el punto más alto del sitio arqueológico encontramos un teatro. Los griegos eran únicos para compaginar la tragedia y la vida. ¿Qué es sino la revelación de la pitia? Los espectadores reclamaban la muerte de los tiranos sobre las tablas para volver a sus ciudades y servir pleitesía al tirano que le reclamaba sus impuestos. El teatro era un mundo posible. Un desquite a la impotencia. Y Delfos, centro del universo griego, representaba el papel de la eternidad.

No hubo viajero en la Antigüedad que no inclinase sus rodillas ante el Templo de Apolo. Ahora que la lluvia arrecia, me siento parte de una tradición. Ya no existen Anaximandros, ni Clístenes ni Temóstenes ni Alcibíades. Ahora los viajeros de todas las naciones toman aviones, barcos y trenes para detenerse frente a la sombra de Apolo. El templo es un esqueleto prehistórico. Parece que el viento lo ha arrasado. El turista lo mira con espanto, se detiene apenas un par de minutos y continúa su viaje. Lo observa como quien tiene delante la carta de un bar. Yo busco una piedra y me quedo extasiado. El silencio va y viene. Intento escuchar el eco de la pitia. Algo de ella debe quedar enterrado en esta tierra verde y húmeda. Una estela que confiere a Apolo el poder de recordarnos que somos humanos. «Conócete a ti mismo». Y el cielo empieza a tronar encima del Monte Parnaso.