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El himno

No hay nada tan bello en el fútbol como lo que pasa antes del fútbol. En realidad, una vez que el balón echa a rodar uno podría apagar la televisión e irse a lavar el coche, y volver a encenderla, si acaso, en el minuto 87, no vaya a perderse tres o cuatro goles. El verdadero disfrute se encuentra en la expectativa, en la espera, en esa semana de barra de bar anterior al partido en la que llegaste a las manos con tu mejor amigo porque opinaba -»¡Ignorante!»- que vuestro extremo debería jugar el domingo a pierna cambiada. «Los preliminares son lo más importante», dijo un eyaculador precoz. También hablaba de fútbol.

La ceremonia de los himnos es, en ese sentido, el ritual más excitante. Su carga dramática y simbolismo sólo se comparan con la de un gol ilegal que te da la victoria en el 93. Ni siquiera con eso. La liturgia propicia una situación extraña: el césped del campo de batalla aún luce como el de un jardín de infancia, pero en el ambiente ya se huele a napalm, como en Apocalipsis Now. Se parece al inicio de un ´western´, basta con oír la música de Ennio Morricone para estar seguro de que ahí va a morir gente. El himno es, sencillamente, el indicio de algo grande, del partido del siglo que, generalmente, acaba en un empate sin goles y con muchos fueras de juego.

No se debe descuidar, por tanto, la actitud en ese momento crucial. «Fálleme usted los controles que quiera, pero siéntame bien el himno», pudo decirle algún seleccionador a su mediapunta. Quizá por eso, más que por su lío con Valbuena, no está Benzema con Francia en esta Eurocopa. El madridista es más de hip hop que de La Marsellesa, y Deschamps, galo de Bayona, por ahí no pasa. Sin Karim la imagen luce impecable: once franceses de bien entonando el ¡A las armas, ciudadanos, formad vuestros batallones!. Es estremecedor e hipnótico, da igual donde hayas nacido. Como dice un amigo: «Cuando Francia juega contra España, después de escuchar La Marsellesa tardo media parte en darme cuenta de que voy con España».

Nuestra envidia, mirándolo así, está justificada. Nunca pudimos ver a Casillas cantar desgañitado, en trance, como lo hace Buffon con su Himno de Mameli. La ausencia de letra resta pasión al momento español y nos obliga a sacar el transportador de ángulos para confraternizar con los nuestros: a más grados medidos entre cabeza y tronco, más emoción y sentimiento. Sergio Ramos, por ejemplo, marca un ángulo obtuso (cara hacia el cielo), algo que eriza el vello del respetable hispánico. Piqué, por su parte, exhibe uno agudo (cara hacia el suelo), lo que transmite, únicamente, que «la procesión va por dentro». El de Iniesta es recto: cabeza al frente y semblante de póker.

Puede que el manchego ni siquiera esté escuchando la melodía. Si te fijas en sus labios puedes ver que, en realidad, sólo tararea la canción de Oliver y Benji.

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