Buenos Aires es una ciudad eterna llena de instantes fugaces. Ciudad de contradicciones en donde la monumentalidad y las barriadas conviven a sólo dos cuadras; como la riqueza y la pobreza; lo viejo y lo nuevo o las prisas de la calle Corrientes y los pasos retardados de los turistas en los parques de Palermo. Formas diversas de lo permanente y lo fugaz se dan cita aquí, con tanta cotidianidad como en el alma de lo argentino, que dicen es contradictoria como el tango, un baile que festeja la tristeza. Probablemente sea ahí donde reside la belleza de Buenos Aires y de este gran país, en la contradicción.

Nada mejor que la fotografía para capturar la belleza de esos instantes fugaces que componen, como un puzzle, la ciudad de Buenos Aires. Sostiene Susan Sontag en su clásico ensayo Sobre la fotografía que el acto de fotografiar se parece bastante al acto de cazar. Que hay algo de actitud depredadora, de abatir una presa, en el hecho fotográfico. En la película Los carabineros (1963) de Godard, continúa Sontag, vemos como dos de sus protagonistas se alistan en el ejército del rey, tentados por la promesa de que podrán saquear, violar, matar o hacer lo que se les antoje con el enemigo y enriquecerse. El hecho es que acabada la guerra, la maleta que traen de botín sólo contiene cientos de postales de monumentos, tiendas, mamíferos, maravillas de la naturaleza, medios de transporte, obras de arte, etc. La broma de Godard parodia acertadamente en qué consiste el acto de fotografiar, en ejercer la posesión del mundo a través de las imágenes.

Ciertamente, en nuestras formas de posesión y dominio del mundo hemos sustituido la materialidad por la virtualidad. Progresivamente el objeto físico ha sido sustituido por su representación. Hoy hemos dado un paso más allá de esta tesis de Sontag y vivimos absolutamente mediatizados por las imágenes. El uso de las imágenes en las nuevas tecnologías ha convertido el acto fotográfico en la necesidad de 'ser visto'. Los selfies y otras formas de exhibicionismo online obedecen a esta permanente necesidad: la reducción del ser al ser-mirado. Y no se trata de que nos hayamos vuelto vanidosos, la humanidad siempre ha sido vanidosa, se trata de que hemos hallado el medio tecnológico para expresarla continuamente.

El hecho es que el capital visual que podemos atesorar en Buenos Aires es muy grande, que el botín de imágenes que capturar en la ciudad ha de contener, al menos, esta cartografía de lugares: la Casa Rosada, la Plaza de Mayo, la Avenida Corrientes -que tiene dos dimensiones, por la mañana y por la noche-, no olvidar tomar pizza en Güerrín; el café Tortoni -catedral del tango, dicen las guías-, el barrio de la Boca, Caminito, el mercado de San Telmo, el lujoso Puerto Madero, el barrio de Recoleta y el cementerio, monumental, en donde es imprescindible hacer un tour por sus tumbas y panteones -el de Evita Perón entre ellos-, por los que se pasean los gatos majestuosos cual cancerberos. A sólo dos cuadras se encuentra uno de los centros culturales más interesantes de Buenos Aires, Centro Cultural Recoleta, que combina vanguardia y participación ciudadana en su programación. Lindando con Recoleta, encontramos uno de los barrios con más encanto de Buenos Aires, el barrio de Palermo, locales de ocio, librerías y grandes jardines: el jardín japonés, el zoológico, el rosedal, el planetario y por supuesto parada en el café Pehache, en el 1418 de la calle Gurruchaga, cuya carta de desayunos es muy singular:

'Maldita crisis'? es un café con leche.

'La jodimos'? café sólo.

'Mierda de árbitro'? café y tostada.

'Lo de siempre'? desayuno continental.

'Vaya-buitres'? desayuno americano.

'Otra vez perdimos'?.te inglés.

En Pehache es posible leer el periódico y con el desayuno de la mañana tomarse, a la vez, el primer disgusto del día. Nosotros salimos de allí 'jodidos' con 'la maldita crisis'? eso sí, después de fotografiar su hermoso patio art decó.

Sin duda, el gran retratista de Buenos Aires fue Horacio Coppola que murió a los 105 años en su querida ciudad y dejó todo un legado fotográfico en blanco y negro de las calles bonaerenses en los años 30. Sus fotografías ilustran la primera edición de Evaristo Carriego, de Jorge Luis Borges. Coppola era un fotógrafo intuitivo, a pesar de vivir tanto años y de ver la revolución tecnológica que ha supuesto el paso de la fotografía analógica a la digital, afirmó antes de morir: «Lo importante de la técnica fotográfica es la cabeza y el ojo (...) A veces, las cosas están ahí, otras hay que esperarlas. Solo hay que saber mirar».

Otro gran maestro en saber mirar y capturar instantes bellos fue Robert Doisneau, El Beso (1950). Doisneau sabía que la felicidad era fugaz, como la fotografía, pero que existe y la buscó con su cámara en las calles de París y en los suburbios en los años de postguerra: «Fotografío el mundo tal y como deseo que sea», decía. Trabajó junto a Henri Cartier Bresson, el verdadero maestro del instante decisivo, fundador de Magnun, la primera agencia de fotorreporteros. Bresson nos enseñó que el instante decisivo es el momento en el que se revela el objeto fotográfico, ni antes ni después, el instante en el que cualquier objeto, hecho u acontecimiento se descubre como dotado de un sentido universal y ese es el momento justo en el que hay que disparar. «Mirar y ver no es identificar, sino penetrar. La fotografía es poner en el punto de mira el ojo, el alma y el corazón».

En la calle Quintana número 263 del barrio de Recoleta se encuentra el edificio en el que Borges escribió El Aleph. La portería es una suerte de escenario o estancia, como dicen allí, de suelo ajedrezado y atmósfera diáfana. Me asomé entre las rejas de la puerta, la profundidad del suelo baldosado y la economía de ambiente hacían presagiar el escenario de un teatro. Al fondo, dentro de una especie de pecera, se encontraba el portero leyendo detrás de una pequeña mesita de madera, con una lámpara modernista -los porteros del barrio de Recoleta, con sus levitas, dan para un formidable reportaje fotográfica-

Tuvimos la suerte de que, de repente, se levantó y abandonó la estancia dejándonos la lamparita encendida. Entonces sucedió el instante decisivo, el aleph fotográfico. Fue mirar y... ¡click!