Desde el principio de este embrollo mantengo que hay causas y razones defendibles en ambas opciones y, por lo tanto, también dudosas. Aparte del tema económico de fondo, es un problema de proporcionalidad presupuestaria en los clubes por el reparto del pastel televisivo.

No es lo mismo que los derechos de televisión supongan siete u ocho de cada diez euros de los ingresos anuales de un modesto o mediano, que la realidad del uno y medio en los grandes, o dos euros en el mejor de los casos.

Y eso explica el argumento central de Florentino Pérez para justificar la necesidad de la Superliga. Señala, con razón, el absurdo de que durante la pandemia los pequeños den beneficios porque les afecta poco el cierre de sus estadios -la venta de entradas, el merchandising y la publicidad son livianos en sus presupuestos frente a lo que ingresan por televisión-, mientras que los grandes pierden dinero por todo lo contrario.

Pero esa razón es engañosa por temporal; solo mientras dure el fútbol sin público. Sin embargo, y esto es lo que no añade Pérez, la ruina de los grandes es estructural. La mayoría, con el propio Madrid a la cabeza, inició hace años una espiral de gastos e inversiones que crece cada temporada como bola de nieve. Y en esa carrera desbocada llevan implícito el riesgo del desgobierne y un estallido de proporciones catastróficas. Recuerda ese crecimiento enloquecido a la vieja maldición gitana de «cuanto más corras más te hinches y cuando pares revientes».

Esa causa de ruina nos retrotrae a los antiguos desastres de los clubes: la quiebra por mala gestión. Y eso no lo arregla simplemente una Superliga. Como ejemplo, la crítica situación económica del Barça no nació con la pandemia sino del mal gobierno anterior de Bartomeu. Lo que genera que Laporta se agarre al proyecto de Pérez; si no, hubiera encabezado la manifestación en contra por su animadversión natural culé a cuanto lidere un madridista.

La abundancia dineraria anunciada por el presidente blanco para los grandes con la Superliga sería alivio momentáneo, pero no garantiza una gestión eficaz y eficiente. Deberían reflexionar todos sobre el ahorro de gastos que les recomienda Rummenigge desde el Bayern.

Sin embargo, Pérez acierta en que el fútbol debe reinventarse para atraer a las nuevas generaciones. Viven frente a un goloso escaparate con múltiples ofertas de entretenimiento, hasta el punto de que nuestro deporte se aleja paulatinamente del complejo mundo de los nuevos consumidores de ocio. Y también es cierto que los aficionados mundiales prefieren ver a menudo a los grandes equipos del fútbol europeo compitiendo entre sí, y es lo que genera más ingresos publicitarios televisivos. Por lo tanto, esos mismos clubes deberían verse favorecidos en el reparto de derechos económicos frente a quienes aportan menos interés, por muy necesarios que sean estos para que los grandes tengan rivales variados y no fueran siempre los mismos, lo que devaluaría las competiciones por excesiva reiteración de idénticos protagonistas; el punto débil de toda competición cerrada o semi sin basarse en méritos deportivos.

A casi todos nos encantaría una Superliga entre semana con los grandes de Europa, paralela a las ligas nacionales, que no son excluyentes. Y ese debería ser el empeño de la UEFA, barajando junto a las instancias correspondientes nacionales y los clubes nuevas competiciones y directrices económicas de más futuro.

Choca, no obstante, que sin futbolistas, técnicos, árbitros ni estadios que pagar, dentro del oscurantismo de la UEFA se puede deducir que maneja un presupuesto para sus gastos corrientes cercano a lo de cualquier club notable europeo: unos cuatrocientos millones de euros, una vez redistribuido al propio fútbol el ochenta y siete por ciento de sus ingresos. Y por analogía, así se explica la insultante opulencia del resto de federaciones, ligas y dirigentes. Impresentable realidad por injustificada.

Seguramente, un reparto del treinta y cinco por ciento para grandes (210 sobre 600M) y sesenta para menores (60 sobre 100), como media, sería una buena base para contentar a la mayoría.

Sorprende que los implicados hablen de solidaridad o de que el fútbol es de los aficionados, cuando les mueven el afán de poder y el dinero. No extraña, sin embargo, la chirigotera presentación de la Superliga y las amenazas dictatoriales de la UEFA, Si acaso, la impericia de Pérez y el desenfreno de Ceferín.

La soberbia genera prepotencia, el desequilibrio, rebeliones; la arrogancia, deslealtades; y todo junto, fracasos y ridículo vergonzante.