Lo que más llama la atención de Antonio Bódalo es una afabilidad y un talante dialogante que uno diría que es marca de la casa, que siempre ha estado allí. Y un buen carácter que parece acompañarlo igualmente siempre.

Si Antonio Bódalo estudió en la Universidad de Murcia y se incorporó a ella posteriormente como profesor y más tarde como catedrático de Ingeniería Química fue solo porque fue un buen hijo. Eso fue lo que le hizo que desechara los estudios de medicina, que era lo que en principio quería estudiar, ya que su padre le había comentado, en aquellos años finales de los 50 en los que comenzó a su andadura como estudiante en la UMU, que intentara buscar algo que se pudiera estudiar en Murcia, ya que la economía familiar, con su sueldo de maestro de escuela en Javalí Nuevo «no estaba para mandar nenes fuera».

Y aquí que se quedó el bueno de Bódalo, compuesto y sin los estudios que anhelaba, pero cursando Química, - «es que la otra opción que me daba era la de ser pastor, así que no había color»-, me comentaba hace años Bódalo, a quien la Química acabaría entusiasmándole insospechadamente.

Profesor de la Universidad de Murcia desde 1969, consiguió la cátedra en 1986. Su labor de gestión universitaria y en la política es amplia, secretario general de la Universidad de Murcia; vicerrector de Investigación; director general de Universidad de la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia; alcalde de Murcia entre 1983 y 1987; y consejero de Administración Pública, tanto como la intensidad con la que se dedicó a su materia, publicando artículos, libros, dirigiendo tesis…

Mi antiguo recuerdo más entrañable con él fue en enero de 1984, siendo alcalde, que acudió a la proyección de Lo que el viento se llevó -lo recuerdo siempre como un buen cinéfilo y asiduo a nuestras proyecciones del Cine Club Luchino Visconti-, exhibida en el Paraninfo de la Universidad, en 16 mm., pues aún no se había instalado un proyector de 35 en este salón de actos. En una de las sesiones, Bódalo, confundido entre un gentío que superaría las 500 personas, fue arrastrado -junto a otros muchos- por la multitud, mientras intentaba sin éxito que se relajara aquel gentío - «Más orden, más orden»-, gritaba inútilmente mientras desaparecía en medio aquella riada humana que pugnaba por encontrar un asiento libre.