El prestigio literario del concepto de imposibilidad es enorme desde antiguo. Cualquiera de los atentos y curiosos lectores que andan siempre con un lápiz a punto para subrayar en la página o anotar aparte cuantos hallazgos les aparezcan, recordará buen número de ejemplos, desde aquello de que «Muchas cosas se reputan imposibles antes de haberse realizado» de Plinio el Viejo, hasta a la extraña y enigmática, pero atrayente y poderosa afirmación de María Zambrano (muy al comienzo de Filosofía y poesía) de que: «No se pasa de lo posible a lo real, sino de lo imposible a lo verdadero». Pasando por el «Den lieb’ ich der Unmögliches begehrt» (literalmente «Yo amo a aquel que desea lo imposible») que la sibila Mantó le espeta a Quirón sobre Fausto cuando aquel le deja a las puertas de su templo junto al Peneo (en esa breve escena clave de la Noche clásica de Walpurgis, en la segunda parte de Fausto, donde Goethe la hace aparecer como hija de Esculapio y no de Tiresias).

O por nuestro Cervantes, que en la novela del Curioso impertinente (capítulo XXXIII del primer Quijote) le hace decir a Anselmo: «Mira que el que busca lo imposible, es justo que lo posible se le niegue, como lo dijo mejor un poeta, diciendo […] que, pues lo imposible pido, / lo posible aún no me den.» Y más adelante al propio don Quijote (en el capítulo XVII de la Segunda Parte) que «el andante caballero busque los rincones del mundo, éntrese en los más intricados laberintos, acometa a cada paso lo imposible, resista en los páramos despoblados los ardientes rayos del sol en la mitad del verano, y en el invierno la dura inclemencia de los vientos y de los yelos…»

Precisamente dos de los más conocidos y queridos personajes de don Miguel —alterados sus nombres, como mandan los cánones oníricos— aparecieron no ha mucho en uno de mis sueños: «En esta vida, amigo Cortadete —le decía pensativo Rinconillo— tiene uno que ser, sobre todo y por encima de todo, consciente de sus limitaciones. Y saber además colocar cada cosa en su sitio: los imposibles, por ejemplo, en el departamento de imposibles (en todos los cerebros humanos hay uno, Cortadete, y más vale tener claro dónde está y llevar al día el libro de entradas y salidas). Y dejarlos allí bien atados, porque lo que más les gusta —a los imposibles— es disfrazarse para escapar de ese departamento. Y su disfraz favorito es el de ‘posibles’... Si uno no tiene claro eso, está perdido irremediablemente, y lo que es peor, expuesto a sufrimientos inútiles»... En ese punto desperté y pude anotar sólo esas pocas líneas, que a duras penas recordaba…